I
Abel corría y lloraba de rabia y
de dolor. La calle era un infierno. Pero no tenía más a dónde ir. No tenía
padres, ni hermanos y quizás ni amigos. Los otros niños de la calle, con los
que solía juntarse, sus probables amigos,
a veces lo insultaban y lo golpeaban. Así era la calle, así tenía que ser,
según le habían dicho los más grandes. También corría para escapar de la
lluvia. Estaba furioso, “sus amigos” le habían robado una chamarra que él había
tenido la precaución de robar la mañana anterior, previendo la lluvia y el frío
de la noche.
Cuando pasó
debajo de un puente, vio a anciano vagabundo dormido, junto a sus cosas. Se
acercó un momento, tomó una vieja bolsa y emprendió la huida. Pero antes de que
se alejara, escuchó la voz del anciano:
–Allí no hay nada
importante. En esta otra bolsa tengo comida. Róbame ésta, por favor. Te servirá
más.
Abel volteó
sorprendido. Quizás el viejo quería hacerle algo, e intentaba distraerlo para
atraparlo y recuperar la otra bolsa, para después castigarlo con una buena paliza.
Ya había tenido experiencias similares y no pensaba dejarse.
–No soy ningún
tonto, viejo idiota –le gritó.
–Ah, ya veo.
Entonces toma la bolsa –dijo el viejo y se la lanzó–. Ya está fría. Pero ojalá
la disfrutes.
Acto seguido,
el viejo volvió a recostarse en sus pedazos de cartón y cerró los ojos. Abel se
fue y, unas cuadras más adelante, abrió la primera bolsa y, como había dicho el
viejo, no halló nada importante en ella, más que una gorra ya muy maltratada.
En la otra, por el contrario, encontró una torta de bistec y una botella de
refresco a medio llenar, sin gas, pero dulce.
A la mañana
siguiente, decidió ir a devolverle su gorra al viejo. A él no le servía para
nada. Fue hasta el puente y no lo encontró. Decidió dejarla debajo de los
cartones en que el viejo dormía. Los levantó y vio allí otra pequeña bolsa, con
un billete dentro que podía servirle para comprar cinco tortas y cinco
refrescos. Era, sin duda, del viejo. Sacó el billete se la bolsa y se lo
guardó. Pero mientras caminaba sentía una extraña sensación. No era la primera
vez que robaba, lo había hecho ya muchas veces y todos los otros niños y los
adultos con los que había convivido, desde que tenía memoria, jamás le habían
dicho que robar fuera malo. Lo hacían como algo natural, incluso se divertía
cuando le arrancaba a una señora su bolsa y un gordo policía trataba de
alcanzarlo. Robar era necesario para vivir. La vida lo exigía. Pero, entonces,
¿por qué sentía esa extraña sensación?, ¿qué tenía de malo robarle ese billete
al viejo? Sin saber por qué lo hacía, regresó, dejó el billete en su lugar y
también puso allí la gorra. Se fue, y el resto del día se sintió un idiota, y
más aún porque pasó mucha hambre. No sabía por qué había actuado así, y ya
entrada la noche creyó que el único lugar donde podía entender mejor las cosas
era debajo de aquel puente. Regresó y allí estaba el viejo.
–Te estaba
esperando –dijo éste, sonriéndole.
–¿A mí?
–Sí. Por eso
compré unas tortas –añadió el viejo, señalando un pedazo de madera sobre unas
piedras, a manera de mesa–. Te invito a cenar.
–Estoy
confundido –dijo Abel–. Me siento muy raro.
–Lo sé.
–¿Cómo lo
sabe?, ¿es brujo?
–No, pero
conozco demasiado al ser humano. Y tú eres uno de los más maravillosos que he
visto. Algún día, serás un buen hombre.
–No sabe las
cosas que he hecho.
–Robas porque
eres un niño, porque apenas estás conociendo la vida y porque sólo eso te han
enseñado. A mí no me molesta eso. Robas cosas, y cosas que a veces no hacen
mucha falta.
–¿No es malo
robar? –dijo el niño.
–Comúnmente no
es bueno. Pero no todas las personas que roban son malas, ni mal intencionadas,
ni perezosas, ni hipócritas.
–¿Y cómo
sabemos cuáles son los ladrones malos y los ladrones buenos?
–Te lo
explicaré con unos ejemplos. Un asesino es un ladrón de vidas y es muy malo,
porque roba algo que no puede devolver de ninguna manera y lo sabe. Roba algo
tan especial, tan importante y tan amado, que cuando roba una vida, crea un
vacío en el mundo, un vacío imposible de llenar jamás.
–Entonces,
¿sólo los asesinos que roban vidas son malos?
–No –dijo el
viejo, con una tenue sonrisa–. Hay muchos tipos de ladrones malos.
–¿Por ejemplo?
–Se me ocurre
un político. Ellos, que comúnmente no hacen ni la mitad de la mitad de la mitad
de lo que prometen hacer, cobran un sueldo. Y como no cumplen lo que prometen,
están robando a las personas trabajadoras que pagan impuestos. Son ladrones
malos porque cuando se les termina un puesto buscan otro y otro y otro. Quieren
que el pueblo los mantenga toda la vida. Son hipócritas y malagradecidos. Saben
que roban pero que su robo no es considerado un delito, y por eso siguen
robando.
–¿Y yo qué
tipo de ladrón soy? –dijo el niño, bajando la mirada.
–Eres un
ladrón bueno –dijo el viejo–, porque a robar te obligan las circunstancias,
pero tienes un gran don, uno de los más maravillosos que tiene el ser humano.
–¿Yo…?
–Eres
agradecido. Respetas a quien te hace un bien. Y el mérito es más grande debido
a que no te lo han enseñado. Pero el ser humano tiene esas grandes capacidades,
de aprender los sentimientos que nadie le inculca siempre y cuando se deje
lleva por lo que le dice su corazón.
–¿Por qué dice
eso de mí?
–Porque el
billete no estaba doblado –respondió el viejo–. Lo encontraste, lo tomaste,
pero después tu corazón te habló de agradecimiento hacia mí por la cena de
anoche, entonces lo devolviste, junto con la gorra que también me viniste a
devolver.
El niño no
sabía qué decir, desviaba la mirada para no ver al viejo.
–Hay una gran
diferencia –continuó el viejo–, entre el ladrón que ya no quiere hacer otra
cosa, porque quiere que el trabajo de otros lo mantenga y antepone ese egoísmo
a cualquier argumento, y el ladrón que roba una vieja gorra, tan sólo porque
piensa que es comida.
El niño por
fin buscó los ojos del viejo.
–¿Cómo se
llama?
–José.
–Yo me llamo
Abel, o así me dicen. Creo que ése es el nombre que me pusieron.
–Estás tortas
sí están calientes –dijo el viejo–. Pero si seguimos platicando, se van a
enfriar.
Se sentaron a
la “mesa” y empezaron a cenar, el niño con un apetito feroz y el viejo con
movimientos lentos y pausados, como esperando que su torta no se fuera a
terminar nunca.
–¿Y usted por
qué está aquí? –preguntó el niño–. Parece un hombre sabio.
–Hay
verdaderos sabios que han terminado en peores lugares –respondió el viejo–. La
vida es tan compleja que jamás pensamos lo que nos puede llegar a reservar.
–Pero ¿acaso
no tiene otro lugar dónde vivir?
–Abel, ha sido
tan larga la vida de un hombre viejo, que es imposible encontrar la puerta del
laberinto que lo llevó a vivir debajo de un puente. Mejor, cuéntame tú, ¿qué
planes tienes?, ¿qué harás? Yo ya tengo un breve camino por recorrer, pero el
tuyo es muy largo todavía.
–No sé
–respondió el niño, sin pensarlo mucho–, supongo que seguir igual. ¿Qué puedo
hacer?
–Se pueden hacer
muchas cosas. La vida, como ya te dije, es muy compleja. ¿Sabes algo de tu
familia?
–Nada –dijo el
niño, triste–. De mi papá no recuerdo nada, y recuerdo muy poco de mi mamá. La
atropellaron.
–¿Dónde?
–No recuerdo.
Acabábamos de llegar.
–¿De dónde?
–Es que ya no
me acuerdo, y ya no me quiero acordar. No he pensado en eso. Yo era muy niño.
Ya casi se me olvida todo.
–Sé que no lo
quieres recordar –dijo el viejo–. Yo tampoco querría recordarlo. Pero si
recuerdas, tal vez se pueda encontrar algo. ¿Sabes el nombre de tu mamá?
El niño meneó
la cabeza.
–Llegamos en
un autobús –dijo–. Era amarillo y ya muy viejo. Eso lo recuerdo bien porque
justo después de que nos bajamos… Y no recuerdo más.
–Pero eso es
importante –dijo el viejo, sonriendo muy amablemente. A Abel le gustaba esa
sonrisa–. Nos dice mucho sobre tu origen. El autobús los bajó a ti y a tu madre
en una avenida y era viejo. Eso indica que venía de un pueblo cercano, porque
los que vienen de un lugar lejano, de otra ciudad, nunca bajan más que adentro
de la central y tienen buen aspecto siempre. En cambio, éste dices que era
viejo y los bajó en otra parte. Seguramente, como ya te dije, venía de un
pueblo que no está muy lejos de aquí. Quizás allí viva alguien que te está esperando. Ahora debes de tener
cerca de diez años, y el hecho de no recordar el nombre de tu madre indica que
cuando ocurrió eso tú tenías no más de tres. Averiguar de dónde venían los
autobuses de color amarillo en esa época sería de gran ayuda. Nos acercaría a
tu pueblo.
–No sé… –dijo
el niño.
–Te entiendo,
le temes a albergar una esperanza inútil
y a una posterior decepción. Pero ten siempre muy presente que las esperanzas,
por pequeñas que sean, suelen ser el alimento de la felicidad. Tenemos que
seguirlas, sin temerle a un golpe terrible. Para alguien que cree en el amor a
sus seres queridos, una esperanza es lo más parecido a un tesoro.
–Mejor dejemos
así las cosas –dijo el niño–. Usted mismo dijo hace un momento que la vida no
se devuelve.
–Entiendo –fue
la respuesta del viejo–. Pero te invito a quedarte unos días conmigo. Creo que
hay algunas cosas que podría enseñarte.
–Está bien.
Pero después me iré.
–Eso es
normal, la gente siempre termina yéndose. Pero tú no te fijes en eso, porque lo
importante es lo que hace mientras aún está.