Tengo cierta fascinación por los ángeles en sus diversas modalidades.
Me fascinan los de piedra, con sus bellas alas, y cada que puedo los integro a
mis narraciones. Pero aún más me fascinan esos ángeles que no parecen lo que
son. Escribí un cuento titulado “La sonrisa del ángel”, cuyo protagonista es un
ángel que nunca enseñó las alas, sólo su sonrisa, y que alguien ya en inglés
comparó con “El principito”. Me alegro
aunque no tengo ni una pizca de la vanidad necesaria para sugerir siquiera que
sea cierta tal similitud. Pero me es grato que a la gente le agrade lo que escribo. Hoy dejo
aquí otro poema al que le tengo un especial cariño, también sobre ángeles, pero
no de piedra, aunque me gustan mucho, sino de esos sin alas que tanto nos
suelen ayudar.
Las lágrimas del ángel sin alas
Un ángel lloraba en un
rincón de piedras,
y profería palabras en
un idioma extraño.
Yo le dije a un
cuervo: “¿qué nos dice el ángel?”
Y el cuervo voló hasta
enfrentar su mirada.
En jergas extrañas que
yo no entendía,
el cuervo y el ángel
desnudaron almas.
Yo dormí las horas que
el cuerpo pedía,
cerca de los seres, en
otro rincón.
Vino el cuervo a
verme, picoteó mi cara,
desperté sufriendo por
el frío invernal.
“¿Qué te dijo el
ángel?”-le pregunté al negro-,
él volteó su rostro y
se puso a llorar.
“Yo no tengo alas, no
puedo volar”,
eso dijo el ángel,
antes de morir.
“¿Por qué lloras tú?” -interrogué
al cuervo-,
y el ave misteriosa,
inmune a aquel frío,
se apresuró a decir:
“Yo sí tengo alas, sí
puedo volar,
pero ángel no soy,
ángel es un guía de
paz y bondad,
yo soy sólo un cuervo,
sólo una criatura en
la oscuridad”.
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