I
Abel corría y lloraba de rabia y
de dolor. La calle era un infierno. Pero no tenía más a dónde ir. No tenía
padres, ni hermanos y quizás ni amigos. Los otros niños de la calle, con los
que solía juntarse, sus probables amigos,
a veces lo insultaban y lo golpeaban. Así era la calle, así tenía que ser,
según le habían dicho los más grandes. También corría para escapar de la
lluvia. Estaba furioso, “sus amigos” le habían robado una chamarra que él había
tenido la precaución de robar la mañana anterior, previendo la lluvia y el frío
de la noche.
Cuando pasó
debajo de un puente, vio a anciano vagabundo dormido, junto a sus cosas. Se
acercó un momento, tomó una vieja bolsa y emprendió la huida. Pero antes de que
se alejara, escuchó la voz del anciano:
–Allí no hay nada
importante. En esta otra bolsa tengo comida. Róbame ésta, por favor. Te servirá
más.
Abel volteó
sorprendido. Quizás el viejo quería hacerle algo, e intentaba distraerlo para
atraparlo y recuperar la otra bolsa, para después castigarlo con una buena paliza.
Ya había tenido experiencias similares y no pensaba dejarse.
–No soy ningún
tonto, viejo idiota –le gritó.
–Ah, ya veo.
Entonces toma la bolsa –dijo el viejo y se la lanzó–. Ya está fría. Pero ojalá
la disfrutes.
Acto seguido,
el viejo volvió a recostarse en sus pedazos de cartón y cerró los ojos. Abel se
fue y, unas cuadras más adelante, abrió la primera bolsa y, como había dicho el
viejo, no halló nada importante en ella, más que una gorra ya muy maltratada.
En la otra, por el contrario, encontró una torta de bistec y una botella de
refresco a medio llenar, sin gas, pero dulce.
A la mañana
siguiente, decidió ir a devolverle su gorra al viejo. A él no le servía para
nada. Fue hasta el puente y no lo encontró. Decidió dejarla debajo de los
cartones en que el viejo dormía. Los levantó y vio allí otra pequeña bolsa, con
un billete dentro que podía servirle para comprar cinco tortas y cinco
refrescos. Era, sin duda, del viejo. Sacó el billete se la bolsa y se lo
guardó. Pero mientras caminaba sentía una extraña sensación. No era la primera
vez que robaba, lo había hecho ya muchas veces y todos los otros niños y los
adultos con los que había convivido, desde que tenía memoria, jamás le habían
dicho que robar fuera malo. Lo hacían como algo natural, incluso se divertía
cuando le arrancaba a una señora su bolsa y un gordo policía trataba de
alcanzarlo. Robar era necesario para vivir. La vida lo exigía. Pero, entonces,
¿por qué sentía esa extraña sensación?, ¿qué tenía de malo robarle ese billete
al viejo? Sin saber por qué lo hacía, regresó, dejó el billete en su lugar y
también puso allí la gorra. Se fue, y el resto del día se sintió un idiota, y
más aún porque pasó mucha hambre. No sabía por qué había actuado así, y ya
entrada la noche creyó que el único lugar donde podía entender mejor las cosas
era debajo de aquel puente. Regresó y allí estaba el viejo.
–Te estaba
esperando –dijo éste, sonriéndole.
–¿A mí?
–Sí. Por eso
compré unas tortas –añadió el viejo, señalando un pedazo de madera sobre unas
piedras, a manera de mesa–. Te invito a cenar.
–Estoy
confundido –dijo Abel–. Me siento muy raro.
–Lo sé.
–¿Cómo lo
sabe?, ¿es brujo?
–No, pero
conozco demasiado al ser humano. Y tú eres uno de los más maravillosos que he
visto. Algún día, serás un buen hombre.
–No sabe las
cosas que he hecho.
–Robas porque
eres un niño, porque apenas estás conociendo la vida y porque sólo eso te han
enseñado. A mí no me molesta eso. Robas cosas, y cosas que a veces no hacen
mucha falta.
–¿No es malo
robar? –dijo el niño.
–Comúnmente no
es bueno. Pero no todas las personas que roban son malas, ni mal intencionadas,
ni perezosas, ni hipócritas.
–¿Y cómo
sabemos cuáles son los ladrones malos y los ladrones buenos?
–Te lo
explicaré con unos ejemplos. Un asesino es un ladrón de vidas y es muy malo,
porque roba algo que no puede devolver de ninguna manera y lo sabe. Roba algo
tan especial, tan importante y tan amado, que cuando roba una vida, crea un
vacío en el mundo, un vacío imposible de llenar jamás.
–Entonces,
¿sólo los asesinos que roban vidas son malos?
–No –dijo el
viejo, con una tenue sonrisa–. Hay muchos tipos de ladrones malos.
–¿Por ejemplo?
–Se me ocurre
un político. Ellos, que comúnmente no hacen ni la mitad de la mitad de la mitad
de lo que prometen hacer, cobran un sueldo. Y como no cumplen lo que prometen,
están robando a las personas trabajadoras que pagan impuestos. Son ladrones
malos porque cuando se les termina un puesto buscan otro y otro y otro. Quieren
que el pueblo los mantenga toda la vida. Son hipócritas y malagradecidos. Saben
que roban pero que su robo no es considerado un delito, y por eso siguen
robando.
–¿Y yo qué
tipo de ladrón soy? –dijo el niño, bajando la mirada.
–Eres un
ladrón bueno –dijo el viejo–, porque a robar te obligan las circunstancias,
pero tienes un gran don, uno de los más maravillosos que tiene el ser humano.
–¿Yo…?
–Eres
agradecido. Respetas a quien te hace un bien. Y el mérito es más grande debido
a que no te lo han enseñado. Pero el ser humano tiene esas grandes capacidades,
de aprender los sentimientos que nadie le inculca siempre y cuando se deje
lleva por lo que le dice su corazón.
–¿Por qué dice
eso de mí?
–Porque el
billete no estaba doblado –respondió el viejo–. Lo encontraste, lo tomaste,
pero después tu corazón te habló de agradecimiento hacia mí por la cena de
anoche, entonces lo devolviste, junto con la gorra que también me viniste a
devolver.
El niño no
sabía qué decir, desviaba la mirada para no ver al viejo.
–Hay una gran
diferencia –continuó el viejo–, entre el ladrón que ya no quiere hacer otra
cosa, porque quiere que el trabajo de otros lo mantenga y antepone ese egoísmo
a cualquier argumento, y el ladrón que roba una vieja gorra, tan sólo porque
piensa que es comida.
El niño por
fin buscó los ojos del viejo.
–¿Cómo se
llama?
–José.
–Yo me llamo
Abel, o así me dicen. Creo que ése es el nombre que me pusieron.
–Estás tortas
sí están calientes –dijo el viejo–. Pero si seguimos platicando, se van a
enfriar.
Se sentaron a
la “mesa” y empezaron a cenar, el niño con un apetito feroz y el viejo con
movimientos lentos y pausados, como esperando que su torta no se fuera a
terminar nunca.
–¿Y usted por
qué está aquí? –preguntó el niño–. Parece un hombre sabio.
–Hay
verdaderos sabios que han terminado en peores lugares –respondió el viejo–. La
vida es tan compleja que jamás pensamos lo que nos puede llegar a reservar.
–Pero ¿acaso
no tiene otro lugar dónde vivir?
–Abel, ha sido
tan larga la vida de un hombre viejo, que es imposible encontrar la puerta del
laberinto que lo llevó a vivir debajo de un puente. Mejor, cuéntame tú, ¿qué
planes tienes?, ¿qué harás? Yo ya tengo un breve camino por recorrer, pero el
tuyo es muy largo todavía.
–No sé
–respondió el niño, sin pensarlo mucho–, supongo que seguir igual. ¿Qué puedo
hacer?
–Se pueden hacer
muchas cosas. La vida, como ya te dije, es muy compleja. ¿Sabes algo de tu
familia?
–Nada –dijo el
niño, triste–. De mi papá no recuerdo nada, y recuerdo muy poco de mi mamá. La
atropellaron.
–¿Dónde?
–No recuerdo.
Acabábamos de llegar.
–¿De dónde?
–Es que ya no
me acuerdo, y ya no me quiero acordar. No he pensado en eso. Yo era muy niño.
Ya casi se me olvida todo.
–Sé que no lo
quieres recordar –dijo el viejo–. Yo tampoco querría recordarlo. Pero si
recuerdas, tal vez se pueda encontrar algo. ¿Sabes el nombre de tu mamá?
El niño meneó
la cabeza.
–Llegamos en
un autobús –dijo–. Era amarillo y ya muy viejo. Eso lo recuerdo bien porque
justo después de que nos bajamos… Y no recuerdo más.
–Pero eso es
importante –dijo el viejo, sonriendo muy amablemente. A Abel le gustaba esa
sonrisa–. Nos dice mucho sobre tu origen. El autobús los bajó a ti y a tu madre
en una avenida y era viejo. Eso indica que venía de un pueblo cercano, porque
los que vienen de un lugar lejano, de otra ciudad, nunca bajan más que adentro
de la central y tienen buen aspecto siempre. En cambio, éste dices que era
viejo y los bajó en otra parte. Seguramente, como ya te dije, venía de un
pueblo que no está muy lejos de aquí. Quizás allí viva alguien que te está esperando. Ahora debes de tener
cerca de diez años, y el hecho de no recordar el nombre de tu madre indica que
cuando ocurrió eso tú tenías no más de tres. Averiguar de dónde venían los
autobuses de color amarillo en esa época sería de gran ayuda. Nos acercaría a
tu pueblo.
–No sé… –dijo
el niño.
–Te entiendo,
le temes a albergar una esperanza inútil
y a una posterior decepción. Pero ten siempre muy presente que las esperanzas,
por pequeñas que sean, suelen ser el alimento de la felicidad. Tenemos que
seguirlas, sin temerle a un golpe terrible. Para alguien que cree en el amor a
sus seres queridos, una esperanza es lo más parecido a un tesoro.
–Mejor dejemos
así las cosas –dijo el niño–. Usted mismo dijo hace un momento que la vida no
se devuelve.
–Entiendo –fue
la respuesta del viejo–. Pero te invito a quedarte unos días conmigo. Creo que
hay algunas cosas que podría enseñarte.
–Está bien.
Pero después me iré.
–Eso es
normal, la gente siempre termina yéndose. Pero tú no te fijes en eso, porque lo
importante es lo que hace mientras aún está.
II
Al siguiente día, por la mañana,
el viejo invitó al niño a caminar.
–No tenemos
nada para desayunar, ¿verdad? –dijo el niño
–No,
afortunadamente –respondió el viejo–. Si tuviéramos el desayuno, seguiríamos
acostados debajo del puente. Pero la falta de éste nos obliga a movernos, y eso
no hará ver cosas, oír cosas y nos pasarán algunas cosas. Aprovecharemos más la
vida. Es tan breve que definitivamente no podemos quedarnos debajo de un puente
mientras pasa.
–Si caminamos
mucho nos dará más hambre.
El viejo no
respondió. Algo había atraído su atención. Debajo de un árbol, estaba un perro
tirado. Era un perro de buen tamaño, de abundante pelaje color fuego.
–Ven –dijo al
niño–. Echémosle un vistazo.
–¿Lo
atropellaron? –preguntó Abel.
–O sólo lo
golpearon por gusto. Para algunos es fácil golpear a un animal, o a una
persona, cuando saben que nadie saldrá en su defensa.
–Es un perro
muy viejo. Seguro ya ni caminar puede. Creo que recuerdo haberlo visto otras
veces. Incluso llegué a pensar que me seguía.
–A lo mejor
quería ser tu amigo. Lo cargaré, ¿me ayudas?
–¿Para qué lo
queremos? ¿De qué nos podría servir un perro que se está muriendo de viejo?
–No se trata
de que nos pueda servir. Aquí la
cuestión es sobre lo que nosotros podemos ayudarlo a él. Es un ser vivo, como
nosotros, y si lo dejamos aquí, probablemente nadie más lo ayudará.
–¿Y si se
muere mañana de viejo?
–Eso no
podemos decidirlo nosotros. Pero lo que sí podemos decidir es si lo ayudamos o
no, justo ahora. Dale gracias a la vida por poner en tu camino a seres que
necesitan de tu ayuda, porque algún día
serás tú quien la necesite, y entonces la vida pondrá en tu camino a
quien no le molesté ayudarte.
–Pienso que si
se muere en un rato más, no habrá servido de nada el esfuerzo.
–Pero, mi buen
Abel, habrás lanzado al aire tu bondad. Y alguien la atrapará y algún día,
cuando la necesites, te la traerá de regreso.
Entre ambos
llevaron al perro debajo del puente. Después, el anciano se ausentó por unas
horas, mientras el niño se quedó cuidando al perro, dudando si debía permanecer
allí o abandonar a aquellos dos viejos. Cuando el anciano regresó, llevaba
comida para los tres. Después de comer, el perro pareció mejorar, incluso
intento levantarse.
–Qué hermosa
criatura –dijo el viejo–. No tiene los defectos del hombre.
–¿Por qué lo
dice?
–Porque hay
muchos hombres que se fingen enfermos para que les sigan llevando la comida
hasta la cama. Y el perro, que apenas recuperó un poco de sus fuerzas, ya
intentó ponerse de pie. Un perro es como un hombre justo antes de corromper su
vida.
–¿Por qué nos
mira así? –dijo el niño.
–Porque ya nos
quiere, porque nos agradece que lo cuidemos. Siempre que quieras aprender un
poco sobre agradecimiento, observa a los perros, son los grandes maestros de la
historia en esa materia.
–¿Tendrá
nombre?
–Ponle tú uno
–sugirió el viejo.
–¿Pero qué
nombre podríamos ponerlo? Yo nunca he tenido un perro, no sé nada de nombres de
perros.
–Inténtalo.
–Mmmm, le
pondré Piloto. Y no me pregunte por
qué, sólo se me ocurrió.
Dos días
después, el perro logró incorporarse y el niño y el viejo lo llevaron a pasear.
Caminaba lentamente, quizás no tanto por sus heridas sino porque en verdad ya
era un perro muy viejo. Por la noche regresaron al puente y poco después empezó
a caer una gran tormenta. Juntos vieron la lluvia caer y el perro se colocó en
medio de sus dos amos y sólo separaba su cabeza de las piernas de uno para
colocarla en las del otro. La noche y la lluvia hicieron llegar al frío, y el
niño se abrazó así mismo para refugiarse. Entonces el perro se echó e encima de
él, el niño estuvo a punto de apartarlo, pero pronto se sintió a gusto con el
pelaje caliente. Por la mañana amanecieron los tres juntos, el viejo y el niño
aferrados al cuerpo del perro. Ninguno tenía frío.
III
–¡Abel! –gritó
un niño la mañana siguiente, mientras Abel
y Piloto caminaban solos.
Eran sus
antiguos compañeros, un grupo de alrededor de diez niños, con los que solía
juntarse apenas unos días atrás.
–Así que es
cierto –dijo un niño–. Ya te juntas con un viejo y un perro que huelen más feo
que un muerto.
Todos los
niños empezaron a burlarse, Abel no supo qué decir y, mientras tanto, el perro
lo miraba fijamente.
–Entonces, ésa
es tu nueva banda, ¿un viejo y un perro?
Las burlas
continuaron.
–No –dijo Abel–.
No es cierto. Este perro se me pegó, pero yo ni lo conozco.
–Si no es tu
perro, dale una patada.
–¿Qué?, ¿y eso
para qué?
–Todo mundo
patea a los perros callejeros.
–Pero…
–Entonces sí
es tu perro.
–¡No!
–Pues patéalo.
Abel le dio
una patada al perro, fuerte. El animal emitió un gruñido, pero no se movió.
Los niños
ahora se burlaron más intensamente que antes. Señalaron a Abel y al perro con
el dedo y después se marcharon.
Abel empezó a
caminar y Piloto, como si nada hubiera
pasado, fue detrás de él. Pero el niño lo ignoró todo el camino de regreso al
puente. Sabía que el perro lo seguía, mas nunca hizo el intento de voltear a
verlo.
Cuando el
viejo llegó con algo de comida, Abel se negó a comer y evitaba ver al perro, aunque
éste no se movía de su lado.
–¿Qué te pasa?
–preguntó el anciano.
El niño no
respondió, pero, después de muchos intentos, le contó todo lo que había pasado.
–Ya no me
quieren como su amigo, ¿verdad?
–No fue
correcto lo que hiciste, pero ¿cómo podría yo juzgarte si el más ofendido, Piloto, lo ve todo como un incidente
sin importancia?
El niño quiso
tocar la cabeza del perro, pero se arrepintió y la alejo su mano como si
hubiera sido hierro caliente lo que iba a tocar. No obstante, el perro se le
fue encima, frotó su cabeza contra la del niño y le recorrió la cara y el
cuello con la lengua.
–¿Por qué me
perdonó tan fácilmente? –dijo el niño y prorrumpió a llorar desconsolado–. Fui
el peor de los amigos.
–No seas tan
duro contigo mismo –dijo el viejo–. Los seres humanos le temen al ridículo y a
las burlas, y eso los hace actuar como cobardes y ofender a quienes más aman.
Pero no es una rareza, sino algo muy común. Es un mal típicamente de humanos, como el
rencor. Afortunadamente nuestro buen Piloto
no lo padece. Míralo, lo estás hiriendo más ahora con tu llanto, porque
piensa que algo malo te pasa, que con el golpe que le diste. Los hombres se
ofenden cuando se les compara con un perro. ¿Será acaso porque para igualarlo
hay que llegar a ser agradecido, fiel, ajeno al rencor y totalmente honesto, y
muy pocos hombres son capaces de lograr tales hazañas? Qué hermoso debe de ser
un hombre que merezca ser comparado con un perro.
–¿Por qué
siguieron burlándose, a pesar de que hice lo que me pidieron? –preguntó el
niño, ya llorando un poco menos–. Si le pegué a Piloto, fue para que dejaran de burlarse.
–Porque los
actos cobardes siempre causan la risa de los cobardes.
–Quisiera
nunca haberlo hecho ¿Por qué lo hice?
–Porque a
pesar de ser un buen niño, aún te faltan muchas cosas por aprender. Ya te dije
que no te culpes tanto. Mejor dale las gracias a Piloto, te está enseñando valores que para un hombre, incluso para
un padre, sería muy difícil. Y jamás vuelvas a dejar que alguien manipule los
deseos de tu corazón. Recuerda que es
solo tuyo. Si dejas que lo manipulen, terminarás siempre llorando, como ahora.
IV
Abel se calmó, abrazó al perro y
después los tres empezaron a comer.
–Quisiera
contarte algo –dijo el viejo–, cuando se terminaron la poca comida.
–¿Sobre qué?
–Averigüé unas
cosas. Ya sé de dónde venían los autobuses amarillos hace algunos años. Yo
tenía razón, recorrían algunos pueblos que están a una distancia de alrededor
de cincuenta kilómetros de aquí, y traían a las personas a la ciudad. Podemos
ir y recorrerlos, quizás encontremos a alguien de tu familia.
–Y si no
encontramos a nadie.
–Abel, ya
fuiste cobarde una vez y tomaste el camino para perder a un amigo. Ahora sé
valiente y toma el camino para hallar a tu familia. Quizás te esperan cosas buenas
y días felices, no renuncies a esa posibilidad que muchos añoran tener y la
saben imposible.
–Pero ¿cómo
iríamos? No tenemos dinero para los pasajes. Y si lo tuviéramos, en ningún
autobús nos dejarían subir a Piloto.
–En el peor de
los casos, iremos caminando –dijo el viejo–, aunque mis viejos huesos y los de Piloto tardarían tres días en llegar.
Pero confiemos en que ya en la carretera alguien se compadezca de nosotros y
nos acerque a tu destino.
–Y… ¿cuándo
podríamos ir?
–Ah, pues
ahora mismo. Yo no tengo nada que me detenga aquí, y si tú y Piloto tampoco, podemos iniciar la
marcha. Si nos roban este lugar en el puente, yo conozco otros puentes. Lo
bueno de no tener nada es que no se tienen que planear los viajes, tan sólo hay
que decidirlos.
Tres horas
después de empezar a caminar, el viejo se detuvo y señaló con la mano.
–Por fin
llegamos a la carretera. Si la seguimos llegaremos a esos pueblos, de donde muy
probablemente provenía tu mama, Abel. Si recordaras su nombre, nos sería de
gran ayuda.
–Eso intento
–dijo el niño–. Pero no he logrado acordarme de nada.
–No te
mortifiques. El hecho de que recuerdes el nombre que te pusieron tus padres ya
es una gran ventaja. No creo que se haya perdido otro niño llamado Abel hace
siete años. Lo que te pasó deben de saberlo hasta en los pueblos vecinos al
tuyo.
–¿Y si mi mamá
fue a uno de esos pueblos a buscar trabajo y después se vino a la ciudad? No es
seguro que hayamos vivido allí.
–Nadie busca
trabajo en los pueblos pequeños. No seas pesimista. En marcha.
Caminaron
varias horas, haciendo señales con la mano a los automovilistas, pero ninguno
se detenía. Mas no se detuvieron ni un momento, avanzaron hasta sentirse
completamente exhaustos. Como había llovido recientemente, no les fue difícil
encontrar agua. Pero la cuestión de la comida no fue fácil de solucionar.
Cuando hallaron una casa a las orillas de la carretera, el viejo tocó la
puerta.
–Buenas tardes
–dijo amablemente al hombre que abrió.
El aspecto de
los tres visitantes despertó cierto recelo en aquel hombre. Dio un paso hacia
atrás.
–No queremos
molestarlo –dijo el viejo–, sólo nos preguntábamos si tendría la amabilidad de
darnos un poco de comida.
–¿Está loco?
–No, que yo
sepa no estoy loco. ¿Y usted?
–¿Cómo se le
ocurre pedirme comida así como así? Ni siquiera los conozco. ¿Qué
responsabilidad tengo yo con ustedes?, ¿qué culpa tengo de que usted, muy
probablemente por el alcoholismo, echara a perder su vida?
–Ninguna
responsabilidad, naturalmente –dijo el viejo.
–¿Entonces?
–¿Qué de malo
tiene que le pida comida? Tenemos hambre y estamos en esta carretera solos. Yo únicamente
respondo a mi necesidad, esperando que usted responda a su generosidad. Pensará
que son cosas bien diferentes, pero tan penoso me resulta a mí importunarlo
como a usted darnos sólo un poco de lo que le haya sobrado.
–¡Váyase!,
sólo me quita mi tiempo y mi tranquilidad.
–Soy
responsable de quitarle unos minutos de su tiempo –respondió José–, pero no
acepto que me culpe de quitarle su tranquilidad. Ya no la tenía cuando nosotros
llegamos.
–¿Qué pasa,
papá? –dijo una voz de mujer, detrás del hombre.
Pronto
apareció una jovencita, haciendo moverse con sus manos una silla de ruedas.
–¿Qué quieren
ellos?
–Sólo
quitarnos el tiempo, vuelve adentro.
–Le deseo que
recobre pronto la salud –dijo el viejo a la joven–. Vámonos.
Cuando José
dio la vuelta, el perro entró a la casa y se frotó contra la joven invalida. El
hombre enfureció, tomó un hacha y a punto estaba de descargarla sobre el perro
cuando el niño se puso en medio.
–Disculpe por
favor a Piloto, él no quería hacerle
nada malo.
–¡Largo de
aquí!
V
Caminaron alrededor de veinte
minutos y llegaron hasta donde estaba un vehículo estacionado. Al viejo y al
niño les brillaron los ojos. Quizás esta podía ser la oportunidad que buscaban.
Pronto vieron que se trataba de un hombre que se había detenido a tomar unas
fotografías al paisaje. Los vio con desconfianza y se dirigió a su auto.
–Buenas tardes
–dijo el viejo–. Queríamos pedirle un favor.
–Lo siento, no
hablo con gente como ustedes. De hecho ya me voy, porque nada me garantiza que
no estén planeando algo malo contra mí.
–No, le
aseguro que nuestras intenciones no son malas. Tan sólo queremos pedirle un
favor, que nos lleve a…
–¿Qué los suba
a mi auto? ¿Está loco?
–Yo no, ¿y
usted?
–Trataré de
ser claro –dijo el desconocido–. Yo soy un hombre que ha triunfado en la vida.
Y usted un vagabundo ignorante que probablemente es buscado por la policía.
Tendría que tener claro que ni siquiera podemos hablar. No somos iguales, mucho
de lo que yo diga quizás ni lo entiende con su vocabulario tan reducido.
–Tengo un
vocabulario amplio en español, francés, italiano, inglés, alemán, ruso, latín y
griego.
–Ah, ¿sí? Where did you learn so much?
–In
life, sir. Where else?
–!Un
vagabundo, imposible!
–Ja, ein Landstreicher.
–Perdón, no
hablo alemán.
–¿En serio? Entonces
usted es un ignorante e inferior a mí, no puedo hablar con usted. Vámonos.
–Oiga, espere.
Le estoy hablando. ¿A dónde quiere que lo lleve?, ¿Es alguna persona importante
que viaja de incognito?
El viejo no
prestó atención y los tres continuaron la marcha.
–¿Cómo es que
sabiendo tanto vive en un puente? –dijo el niño, minutos después–. ¿De qué le
sirve su sabiduría?
–Sencillamente,
vivo en un puente para no molestar a nadie. Si no usara mi sabiduría, viviría
en un palacio y molestaría a muchos.
–Ya está
oscureciendo –dijo el niño media hora después–. Ahora quizás sí se detengan los
carros, no verán nuestra ropa y tal vez no les causemos miedo y desconfianza.
Y justo en eso
se detuvo un automóvil, al que el viejo acababa de hacer una señal con la mano.
Se estacionó delante de ellos y se bajó
un hombre… con una pistola en la mano.
–¡Denme todo
lo que traen!
–No traemos
otra cosa más que hambre –dijo el viejo–. Si trae con que quitárnosla, se lo
agradeceremos mucho.
–¡No bromes,
viejo, o te voy a matar!
–Puede usted
disparar. Pero ¿de qué le serviría mi vida? Le aseguro que me sirve más a mí.
–Denme lo que
traen –repitió el hombre–. No puede ser que no traigan nada.
–Vea bien
–dijo el anciano, poniéndose frente a la luz del auto y enseñando sus harapos–,
venimos caminando desde la ciudad. Vamos a unos pueblos, todavía muy lejanos, a
buscar a la familia de este niño, que se perdió hace siete años. Pero no
tenemos comida, ni agua ni forma alguna de avanzar más rápido. Así que no nos
puede quitar más que nuestras vidas. Pero de nada le sirven, se lo aseguro.
Mejor déjelas donde están.
El niño y el
perro vieron atónitos que el hombre estaba llorando. Entró al auto y salió con
una bolsa en su mano.
–Aquí
hay un poco de comida y refresco –dijo–. No los puedo llevar porque la policía
me sigue. Por favor –dijo y sus lágrimas aumentaron–, perdónenme.
–No hay nada
más hermoso en una persona como la capacidad de arrepentirse y pedir perdón
–dijo el viejo–. No vuelva a hacerle daño a nadie, corrija el rumbo de su vida
y nunca la policía lo molestará ni irá a prisión. Se lo aseguro.
El hombre dejó
caer la bolsa y se marchó.
–Ese hombre
probablemente sí merece que la policía lo capture –dijo el niño–. Quizás ha
causado mucho daño. ¿Por qué le dijo que no irá a prisión?
–Porque hace
falta ser muy sabio para poder juzgar a los demás y determinar sus penas. Quizás
ese hombre merece ir a prisión, pero el mundo está lleno de hombres que merecen
ir a prisión y no van nunca, y tampoco nunca le dan un poco de pan al
hambriento, como sí ha hecho éste. Cenemos.
VI
Cenaron y durmieron unas horas,
allí, a la orilla de la carretera. Poco antes de amanecer continuaron la marcha.
Pero una lluvia intensa empezó a caerles encima cuando apenas habían caminado
una hora. Por fortuna, llegaron a un pueblo y fueron a refugiarse a un lado de
los muros de la iglesia. Cuando Abel miró hacia arriba, encontró un ángel de
mármol blanco y se perdió en su contemplación. Después se puso triste.
–¿Qué ocurre?
–dijo el vejo.
–Mi mamá me
hablaba de los ángeles. Decía que yo, al ser un niño, tenía uno que me cuidaba día y noche. Y que si algún
día lo necesitaba, le hablara desde lo más profundo de mi corazón y ese ángel
vendría. Pero cuando… cuando lo necesité, le grité con todas mis fuerzas. Lloré
muchas noches esperando que viniera. Y nunca vino. Ahora veo porque. Los
ángeles son muy bonitos. Vea qué alas tan enormes y elegantes. Seguro no acuden
en ayuda de cualquiera.
–No, no acuden
en ayuda de cualquiera –dijo el viejo–. Pero tampoco los confundas ni los
idealices. No tengas la seguridad de que se parecen a esa estatua. Los ángeles
no tienen que ser bellos por fuera. Su verdadera belleza radica en lo que son
capaces de hacer por quien los necesita. Nunca le busques a un ángel las alas
para identificarlo, búscale la sonrisa, por ella se delatan.
Cuando escampó
continuaron la marcha. Y, de pronto, el anciano dijo:
–Si recuerdas
lo que tu mamá te contó sobre los ángeles, también deberías de recordar su
nombre.
–No había
pensado en ella, ni en los ángeles, hasta ahora –dijo el niño.
–¿Por qué?
–Porque me
dolía que ella se hubiera ido, y que el ángel no hubiera venido nunca. ¡Duele
tanto recordarla!
–Es
comprensible –susurró el viejo José–. ¿Y ahora la recuerdas?
–Recuerdo su
cara, y sus ojos.
–¿Y su nombre?
–Esther.
–Ya veo –dijo
el viejo–. Guarda bien en tu corazón su nombre y su cara. Es tu madre, y por
más dolor que sientas, no merece que la olvides, que te obligues a no
recordarla. Eso la tiene triste.
–Usted que es
muy sabio –dijo el niño–, dígame algo. ¿Por qué muere una mamá y deja a su hijo
solo, abandonado, sin nadie que pueda cuidarlo, en una ciudad donde todo le da
miedo?, ¿por qué pasa eso?, ¿sabe la respuesta?
–Sí, la sé.
–¿Cuál es?
–dijo el niño con viva atención.
–No te la
puedo decir. Lo siento –fue la respuesta del viejo.
–¿Por qué?
–Porque las
palabras que pueden responder esa pregunta, no causarían efecto alguno en ti.
Esa pregunta te la responderá la vida, si la vives con el corazón abierto. Y
cuando seas viejo, como yo, tendrás tu respuesta, y entonces ya no te dolerá.
–Ya estoy
pensando en mi familia –dijo el niño–. Pero a lo mejor no existe, o a lo mejor
se olvidaron de mí o simplemente no me quieren. Mejor regreso con usted y Piloto.
–Podemos
volver si lo deseas –contestó el viejo–, pero piensa que a lo mejor sí existe
tu familia, han llorado tu ausencia y añoran como nada poder abrazarte. No
tengas miedo de comprobarlo. Sigamos adelante.
Ese día
caminaron hasta entrada la tarde sin comer nada y no fue mucho lo que pudieron
avanzar. Lo autos no se detenían, a pesar de que el anciano les hacía señales a
todos. Cuando el hambre ya era difícil de soportar, Abel vio un árbol de
manzanas, al que todavía le quedaban algunas. Subió y bajó cuatro, le dio dos
al anciano y cuando iba a morder una, fijó su mirada en el perro y alejó la
manzana de su boca.
–¿Qué ocurre?
–dijo el viejo.
–Es Piloto. No le gusta la fruta, y yo no
voy a comer si mi amigo no come.
–Me alegra
–respondió el viejo– ver que ya sabes valorar a un amigo y eres capaz de
compartir con él sus carencias. Pero no tendrás que sacrificarte. Aún queda un
poco de comida, de la que nos regaló el hombre de anoche. Ésta será para Piloto. Nosotros nos comeremos las
manzanas.
–¿Aún queda?
–preguntó el niño–. Yo creí haber visto adentro de la bolsa y no quedaba nada.
–Guardé un
poco por si no hallábamos nada. Toma, Piloto.
–¿Cuánto
tiempo falta para llegar? –dijo el niño, mientras comía.
–Según mis
cálculos, hemos avanzado veinte kilómetros. Nos faltan sólo treinta. Tu familia
ya está cerca.
Continuaron la
marcha y llegó la noche. El perro fue el primero en ser vencido por el
cansancio. El niño se acostó a su lado, para sentir su piel caliente, y el
viejo hizo lo mismo del otro lado del perro. A la mañana siguiente reanudaron
el viaje. Ya estaba saliendo el sol cuando un auto los alcanzó. Se estacionó
junto a ellos y descendió el hombre que les había negado la comida, el primer
día de la marcha.
–Señor –le
dijo a José–, poco después de que ustedes se fueron de mi casa, mi hija logró
ponerse de pie. Ayer la llevé al médico y no logra explicar lo que pasó, ella
estaba condenada a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas. ¿Usted
puede explicármelo? Recuerdo que le deseó a mi hija que se recuperara…
–Sólo puedo
decirle que me alegra que su hija haya recuperado la movilidad de sus piernas,
cuídela mucho.
–Por la
carretera se está corriendo el rumor de que deambula por aquí un hombre sabio
que viaja de incognito con un niño y un perro, fingiendo ser vagabundo. Es
usted, sin duda. Pero ¿acaso también es una especie de curandero?
–Se equivoca
en todo –dijo José–, excepto en que viajo con un niño y un perro. Pero no finjo
ser vagabundo y no soy sabio.
–Les he traído
comida –continuó el hombre–. Y estoy dispuesto a llevarlos a donde se dirigen.
–Gracias, pero
no podemos aceptar ni una cosa ni la otra.
–¿Por qué?
–dijo el hombre.
–¿Por… qué?
–dijo el niño.
–Porque usted
está aquí pensando que nos debe de pagar algo, y no nos debe nada. Aceptar algo
de usted sería cobrar algo a lo que no tenemos derecho.
–Pero si el
otro día casi me rogó…
–Le pedí un
gesto noble de su corazón: que ayudara por el simple hecho de ayudar, porque es
necesario que los hombres nos ayudemos unos a los otros, sin fijarnos en cómo
vestimos. Pero ese gesto, que hubiera sido admirable y muy beneficioso para
nosotros, no se presentó.
–Me siento
apenado –dijo el hombre.
–No, no, por
favor. Ayudar o no ayudar es algo sobre lo que cada persona debe de tener la
libertad de elegir. Ningún tipo de ayuda debiera ser obligatoria, ni siquiera
bajo la menor presión. Ahora, si nos lo permite, continuaremos nuestro camino.
–¿De veras no
hay nada que pueda hacer por ustedes?
–Dejarnos
pasar…
–No quiero que
piense que soy un malvado –añadió el hombre.
–No pienso eso
de ninguna manera. Pero no puedo dejarlo que me ayude por razones ajenas a la
única que es válida.
–¿Cuál es esa
razón? –pregunto el hombre, con cierta ansiedad.
–No se lo
puedo decir, pero quizás pueda encontrar la respuesta la próxima vez que
alguien toque en su puerta pidiendo sólo un poco de ayuda.
El hombre
regresó por donde había llegado y el viejo, el niño y el perro reanudaron su
marcha.
–Debimos haber
dejado que nos ayudara –dijo Abel, y José no respondió.
VII
Un par de horas más tarde, una
camioneta vieja que apenas podía avanzar se detuvo junto a ellos. Descendió un
hombre calvo, gordo y de rostro cubierto por una barba negra. Parecía, a simple
vista, una mala persona. Pronto les dedicó una sonrisa y se acercó a ellos sin
desaparecerla un instante.
–¿A dónde van,
amigos? –dijo mientras acariciaba la cabeza del perro.
–Buscamos
cuatro pueblos –dijo el viejo-: San Pablo, Valle Chico, Rio Escondido y San
Miguel, que, según me han dicho, están casi juntos.
–Ah, sí –dijo
el hombre–, el primero es Valle Chico, pero esos pueblos están aún muy lejos, a
veinte kilómetros.
–Ya recorrimos
treinta –dijo el viejo.
–¿Cómo?, ¿han
venido caminando desde la capital?
–Así es.
–Pasan muchos
carros por aquí. ¿Por qué no le han pedido a alguien que los lleve? Deben de
estar muy cansados. Tienen hambre, y sed, supongo. Pero qué tonto soy, para qué
les pregunto. Se les nota en el rostro. Permítanme, tengo algo de pan que
compré para mis hijos, y también refresco. Toma, amigo –dijo dándole un pedazo
de pan al perro–. Coman, por favor. Yo no voy hasta Valle Chico, vivo a cinco kilómetros de aquí. Pero de
ninguna manera voy a dejarlos seguir caminando. Espero que me permitan
llevarlos. ¿Qué edad tienes? –le pregunto a Abel–. Bueno, tengo un hijo de tu
estatura, pasaremos a mi casa y te daré un cambio de ropa y unos zapatos. Nada
es nuevo, pero te va a servir. Y usted, amigo, somos de tallas muy distintas,
pero de alguna manera lograremos que le quede mi ropa –añadió el hombre con su
amplia sonrisa.
Una hora
después estaban por llegar a Valle Chico. Ellos viajaban en la parte de atrás
de la camioneta, mientras el hombre manejaba. Aunque él insistió en que se
acomodaran adelante, el niño y el viejo insistieron en viajar atrás, más
cómodos, con Piloto.
–¿Ahora ves por
qué no quise aceptar la ayuda de un hombre egoísta, que se obligaba a darla?
–dijo el viejo–. Nos habríamos privado de la oportunidad de conocer a un ángel.
¿Viste su sonrisa?
–Ya estamos
llegando –dijo el niño, muy serio–. ¿Y si allí no vive nadie que me esté
esperando? ¿Y Si mejor nos regresamos, así conservaré la esperanza toda mi
vida?
–Nunca, nunca
–dijo el viejo–, pierdas la oportunidad de transformar una pequeña esperanza en
una hermosa realidad. No dejes que el miedo te aleje de la felicidad, porque
entonces el miedo se hace más grande, y la felicidad se pierde por completo.
Vamos, ánimo.
De pronto
vieron un letrero que decía Bienvenido a
Valle Chico. El niño suspiró y se aferró con fuerza al cuello del perro. Piloto se frotó contra sus piernas. La
camioneta se detuvo, el hombre amable los ayudó a bajar a los tres. José interceptó
a una señora que pasaba frente a ellos. El corazón del niño latía con fuerza.
–Disculpe,
señora –comenzó el viejo–, aquí o en algún pueblo cercano, ¿acaso se perdió una
mujer de nombre Esther con su hijo pequeño, llamado Abel, hace alrededor de
siete años?
La mujer vio
al viejo por varios segundos, sin decir nada. Abel temblaba abrazado al cuello
del perro, mientras el hombre amable lo sujetaba del hombro.
–¿Usted cómo
sabe eso? –dijo al fin la mujer.
–Porque ese
niño es Abel –respondió el viejo.
–¡El hijo del
señor Abel! Eso no es posible.
–¿Vive aquí el
padre del niño? –preguntó el viejo.
–No, en el
pueblo vecino, Rio Escondido. Pero
todos conocemos su desgracia. Un día su esposa fue a la capital, con el más
pequeño de sus seis hijos, y jamás volvió. El pobre hombre ha vivido un infierno
desde entonces.
–¡Tengo papá y
hermanos! –gritó el niño, llorando.
–Claro que sí
–dijo la mujer, llena de alegría.
Pronto el
pueblo se llenó de alboroto. Las personas corrían para ver al niño perdido. Decidieron llevarlo en una
gran caravana de vehículos al pueblo vecino. Entonces el hombre amable, que los
había llevado hasta allí, se despidió de sus amigos.
–¿Ni su nombre
le preguntamos? –dijo Abel al viejo.
–Llámalo Ángel
siempre que lo recuerdes. Estoy seguro que no vas a equivocarte –respondió José.
Apenas unos
cuantos minutos después llegaron al pueblo vecino, Rio Escondido. La caravana de vehículos se acercó a una enorme
parcela donde un hombre, acompañado de dos niñas adolescentes y tres niños,
araba la tierra. El hombre se sorprendió al ver tantos vehículos, pero pronto
se concentró de nuevo en su trabajo.
–Me dicen que
ellos son tu familia –le dijo el viejo al niño, que permanecía abrazado al
cuello de Piloto, temblando–. ¿Por
qué no vas?
–¿Usted me
acompaña?
–No, ve tú
solo –dijo el viejo–, éste es un asunto de familia. Piloto y yo te esperaremos aquí.
El niño
avanzó, dudando, lentamente. De pronto sus hermanos, todos más grandes que él,
se percataron que se acercaba. El hombre adulto también notó el acercamiento
del niño y fue a su encuentro, suponiendo que quería decirles algo. Cuando lo
tuvo cerca, lo contempló con desmedida atención por unos segundos, no dijo
nada, pero lanzó un grito que se escuchó en todo el pueblo, como el de un
enloquecido. Corrió hacia el niño, lo abrazó con todas sus fuerzas mientras
lloraba sin dejar de gritar. Los hermanos de Abel se acercaron, sin saber qué
hacer. Pero pronto comprendieron lo que pasaba, se abrazaron a él y a su padre,
y así transcurrieron varios minutos, sin que pudieran siquiera hablar.
Los habitantes
del pueblo vecino ya no esperaron para ver más. Sentían una profunda alegría en
sus corazones y con eso se daban por satisfechos. Algunos incluso lloraban, y
veían a la familia reunida como una escena sobrenatural. Sabían que
probablemente no volverían a ver algo igual de hermoso en sus vidas. Los
vehículos empezaron a alejarse y dejaron al perro y al viejo solos, viendo a su
amigo a la distancia, cuando apenas intercambiaba las primeras palabras con su
padre y sus hermanos.
Pasada una
hora, por fin el padre de Abel fue a darle las gracias al protector de su hijo.
Lo abrazó y lo beso en las mejillas, y les dijo a sus demás hijos que hicieran
lo mismo. También lo invitó a quedarse a vivir con ellos, argumentando la
gratitud y el hecho de que Abel lo necesitaría. El viejo sólo respondió con una
amable sonrisa.
Después de
comer, el viejo, el niño y el perro fueron a pasear solos por el rio del
pueblo, mientras el padre y los hermanos los contemplaban a la distancia. No
quería perder de vista ni un instante al recién llegado.
–Soy tan feliz
–dijo el niño–, tan feliz. Pero ¿por qué sufrí tanto?
–Precisamente,
por eso. Quien más siente el dolor, más posibilidades tiene de experimentar la
más hermosa felicidad. –Fue la respuesta del viejo.
–No se va a
quedar con nosotros, ¿cierto?
–Lo lamento,
pero no puedo. Por favor, cuida a Piloto
por mí –dijo el viejo, mientras le daba la espalda al niño y caminaba hacia el
interior del rio.
–Ya lo entendí
todo –dijo el niño–. Tiene usted la más hermosa de las sonrisas. Dígale a mi
mamá que la amo, que ya recordé su cara y que nunca la voy a olvidar.
–Se lo diré en
cuanto llegue.
Adam J. Oderoll
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