lunes, 4 de julio de 2016

La sonrisa del ángel



I

Abel corría y lloraba de rabia y de dolor. La calle era un infierno. Pero no tenía más a dónde ir. No tenía padres, ni hermanos y quizás ni amigos. Los otros niños de la calle, con los que solía juntarse,  sus probables amigos, a veces lo insultaban y lo golpeaban. Así era la calle, así tenía que ser, según le habían dicho los más grandes. También corría para escapar de la lluvia. Estaba furioso, “sus amigos” le habían robado una chamarra que él había tenido la precaución de robar la mañana anterior, previendo la lluvia y el frío de la noche.
Cuando pasó debajo de un puente, vio a anciano vagabundo dormido, junto a sus cosas. Se acercó un momento, tomó una vieja bolsa y emprendió la huida. Pero antes de que se alejara, escuchó la voz del anciano:
–Allí no hay nada importante. En esta otra bolsa tengo comida. Róbame ésta, por favor. Te servirá más.
Abel volteó sorprendido. Quizás el viejo quería hacerle algo, e intentaba distraerlo para atraparlo y recuperar la otra bolsa, para después castigarlo con una buena paliza. Ya había tenido experiencias similares y no pensaba dejarse.
–No soy ningún tonto, viejo idiota –le gritó.
–Ah, ya veo. Entonces toma la bolsa –dijo el viejo y se la lanzó–. Ya está fría. Pero ojalá la disfrutes.
Acto seguido, el viejo volvió a recostarse en sus pedazos de cartón y cerró los ojos. Abel se fue y, unas cuadras más adelante, abrió la primera bolsa y, como había dicho el viejo, no halló nada importante en ella, más que una gorra ya muy maltratada. En la otra, por el contrario, encontró una torta de bistec y una botella de refresco a medio llenar, sin gas, pero dulce.
A la mañana siguiente, decidió ir a devolverle su gorra al viejo. A él no le servía para nada. Fue hasta el puente y no lo encontró. Decidió dejarla debajo de los cartones en que el viejo dormía. Los levantó y vio allí otra pequeña bolsa, con un billete dentro que podía servirle para comprar cinco tortas y cinco refrescos. Era, sin duda, del viejo. Sacó el billete se la bolsa y se lo guardó. Pero mientras caminaba sentía una extraña sensación. No era la primera vez que robaba, lo había hecho ya muchas veces y todos los otros niños y los adultos con los que había convivido, desde que tenía memoria, jamás le habían dicho que robar fuera malo. Lo hacían como algo natural, incluso se divertía cuando le arrancaba a una señora su bolsa y un gordo policía trataba de alcanzarlo. Robar era necesario para vivir. La vida lo exigía. Pero, entonces, ¿por qué sentía esa extraña sensación?, ¿qué tenía de malo robarle ese billete al viejo? Sin saber por qué lo hacía, regresó, dejó el billete en su lugar y también puso allí la gorra. Se fue, y el resto del día se sintió un idiota, y más aún porque pasó mucha hambre. No sabía por qué había actuado así, y ya entrada la noche creyó que el único lugar donde podía entender mejor las cosas era debajo de aquel puente. Regresó y allí estaba el viejo.
–Te estaba esperando –dijo éste, sonriéndole.
–¿A mí?
–Sí. Por eso compré unas tortas –añadió el viejo, señalando un pedazo de madera sobre unas piedras, a manera de mesa–. Te invito a cenar.
–Estoy confundido –dijo Abel–. Me siento muy raro.
–Lo sé.
–¿Cómo lo sabe?, ¿es brujo?
–No, pero conozco demasiado al ser humano. Y tú eres uno de los más maravillosos que he visto. Algún día, serás un buen hombre.
–No sabe las cosas que he hecho.
–Robas porque eres un niño, porque apenas estás conociendo la vida y porque sólo eso te han enseñado. A mí no me molesta eso. Robas cosas, y cosas que a veces no hacen mucha falta.
–¿No es malo robar? –dijo el niño.
–Comúnmente no es bueno. Pero no todas las personas que roban son malas, ni mal intencionadas, ni perezosas, ni hipócritas.
–¿Y cómo sabemos cuáles son los ladrones malos y los ladrones buenos?
–Te lo explicaré con unos ejemplos. Un asesino es un ladrón de vidas y es muy malo, porque roba algo que no puede devolver de ninguna manera y lo sabe. Roba algo tan especial, tan importante y tan amado, que cuando roba una vida, crea un vacío en el mundo, un vacío imposible de llenar jamás.
–Entonces, ¿sólo los asesinos que roban vidas son malos?
–No –dijo el viejo, con una tenue sonrisa–. Hay muchos tipos de ladrones malos.
–¿Por ejemplo?
–Se me ocurre un político. Ellos, que comúnmente no hacen ni la mitad de la mitad de la mitad de lo que prometen hacer, cobran un sueldo. Y como no cumplen lo que prometen, están robando a las personas trabajadoras que pagan impuestos. Son ladrones malos porque cuando se les termina un puesto buscan otro y otro y otro. Quieren que el pueblo los mantenga toda la vida. Son hipócritas y malagradecidos. Saben que roban pero que su robo no es considerado un delito, y por eso siguen robando.
–¿Y yo qué tipo de ladrón soy? –dijo el niño, bajando la mirada.
–Eres un ladrón bueno –dijo el viejo–, porque a robar te obligan las circunstancias, pero tienes un gran don, uno de los más maravillosos que tiene el ser humano.
–¿Yo…?
–Eres agradecido. Respetas a quien te hace un bien. Y el mérito es más grande debido a que no te lo han enseñado. Pero el ser humano tiene esas grandes capacidades, de aprender los sentimientos que nadie le inculca siempre y cuando se deje lleva por lo que le dice su corazón.
–¿Por qué dice eso de mí?
–Porque el billete no estaba doblado –respondió el viejo–. Lo encontraste, lo tomaste, pero después tu corazón te habló de agradecimiento hacia mí por la cena de anoche, entonces lo devolviste, junto con la gorra que también me viniste a devolver.
El niño no sabía qué decir, desviaba la mirada para no ver al viejo.
–Hay una gran diferencia –continuó el viejo–, entre el ladrón que ya no quiere hacer otra cosa, porque quiere que el trabajo de otros lo mantenga y antepone ese egoísmo a cualquier argumento, y el ladrón que roba una vieja gorra, tan sólo porque piensa que es comida.
El niño por fin buscó los ojos del viejo.
–¿Cómo se llama?
–José.
–Yo me llamo Abel, o así me dicen. Creo que ése es el nombre que me pusieron.
–Estás tortas sí están calientes –dijo el viejo–. Pero si seguimos platicando, se van a enfriar.
Se sentaron a la “mesa” y empezaron a cenar, el niño con un apetito feroz y el viejo con movimientos lentos y pausados, como esperando que su torta no se fuera a terminar nunca.
–¿Y usted por qué está aquí? –preguntó el niño–. Parece un hombre sabio.
–Hay verdaderos sabios que han terminado en peores lugares –respondió el viejo–. La vida es tan compleja que jamás pensamos lo que nos puede llegar a reservar.
–Pero ¿acaso no tiene otro lugar dónde vivir?
–Abel, ha sido tan larga la vida de un hombre viejo, que es imposible encontrar la puerta del laberinto que lo llevó a vivir debajo de un puente. Mejor, cuéntame tú, ¿qué planes tienes?, ¿qué harás? Yo ya tengo un breve camino por recorrer, pero el tuyo es muy largo todavía.
–No sé –respondió el niño, sin pensarlo mucho–, supongo que seguir igual. ¿Qué puedo hacer?
–Se pueden hacer muchas cosas. La vida, como ya te dije, es muy compleja. ¿Sabes algo de tu familia?
–Nada –dijo el niño, triste–. De mi papá no recuerdo nada, y recuerdo muy poco de mi mamá. La atropellaron.
–¿Dónde?
–No recuerdo. Acabábamos de llegar.
–¿De dónde?
–Es que ya no me acuerdo, y ya no me quiero acordar. No he pensado en eso. Yo era muy niño. Ya casi se me olvida todo.
–Sé que no lo quieres recordar –dijo el viejo–. Yo tampoco querría recordarlo. Pero si recuerdas, tal vez se pueda encontrar algo. ¿Sabes el nombre de tu mamá?
El niño meneó la cabeza.
–Llegamos en un autobús –dijo–. Era amarillo y ya muy viejo. Eso lo recuerdo bien porque justo después de que nos bajamos… Y no recuerdo más.
–Pero eso es importante –dijo el viejo, sonriendo muy amablemente. A Abel le gustaba esa sonrisa–. Nos dice mucho sobre tu origen. El autobús los bajó a ti y a tu madre en una avenida y era viejo. Eso indica que venía de un pueblo cercano, porque los que vienen de un lugar lejano, de otra ciudad, nunca bajan más que adentro de la central y tienen buen aspecto siempre. En cambio, éste dices que era viejo y los bajó en otra parte. Seguramente, como ya te dije, venía de un pueblo que no está muy lejos de aquí. Quizás allí viva alguien  que te está esperando. Ahora debes de tener cerca de diez años, y el hecho de no recordar el nombre de tu madre indica que cuando ocurrió eso tú tenías no más de tres. Averiguar de dónde venían los autobuses de color amarillo en esa época sería de gran ayuda. Nos acercaría a tu pueblo.
–No sé… –dijo el niño.
–Te entiendo, le temes a  albergar una esperanza inútil y a una posterior decepción. Pero ten siempre muy presente que las esperanzas, por pequeñas que sean, suelen ser el alimento de la felicidad. Tenemos que seguirlas, sin temerle a un golpe terrible. Para alguien que cree en el amor a sus seres queridos, una esperanza es lo más parecido a un tesoro.
–Mejor dejemos así las cosas –dijo el niño–. Usted mismo dijo hace un momento que la vida no se devuelve.
–Entiendo –fue la respuesta del viejo–. Pero te invito a quedarte unos días conmigo. Creo que hay algunas cosas que podría enseñarte.
–Está bien. Pero después me iré.
–Eso es normal, la gente siempre termina yéndose. Pero tú no te fijes en eso, porque lo importante es lo que hace mientras aún está.




II

Al siguiente día, por la mañana, el viejo invitó al niño a caminar.
–No tenemos nada para desayunar, ¿verdad? –dijo el niño
–No, afortunadamente –respondió el viejo–. Si tuviéramos el desayuno, seguiríamos acostados debajo del puente. Pero la falta de éste nos obliga a movernos, y eso no hará ver cosas, oír cosas y nos pasarán algunas cosas. Aprovecharemos más la vida. Es tan breve que definitivamente no podemos quedarnos debajo de un puente mientras pasa.
–Si caminamos mucho nos dará más hambre.
El viejo no respondió. Algo había atraído su atención. Debajo de un árbol, estaba un perro tirado. Era un perro de buen tamaño, de abundante pelaje color fuego.
–Ven –dijo al niño–. Echémosle un vistazo.
–¿Lo atropellaron? –preguntó Abel.
–O sólo lo golpearon por gusto. Para algunos es fácil golpear a un animal, o a una persona, cuando saben que nadie saldrá en su defensa.
–Es un perro muy viejo. Seguro ya ni caminar puede. Creo que recuerdo haberlo visto otras veces. Incluso llegué a pensar que me seguía.
–A lo mejor quería ser tu amigo. Lo cargaré, ¿me ayudas?
–¿Para qué lo queremos? ¿De qué nos podría servir un perro que se está muriendo de viejo?
–No se trata de  que nos pueda servir. Aquí la cuestión es sobre lo que nosotros podemos ayudarlo a él. Es un ser vivo, como nosotros, y si lo dejamos aquí, probablemente nadie más lo ayudará.
–¿Y si se muere mañana de viejo?
–Eso no podemos decidirlo nosotros. Pero lo que sí podemos decidir es si lo ayudamos o no, justo ahora. Dale gracias a la vida por poner en tu camino a seres que necesitan de tu ayuda, porque algún día  serás tú quien la necesite, y entonces la vida pondrá en tu camino a quien no le molesté ayudarte.
–Pienso que si se muere en un rato más, no habrá servido de nada el esfuerzo.
–Pero, mi buen Abel, habrás lanzado al aire tu bondad. Y alguien la atrapará y algún día, cuando la necesites, te la traerá de regreso.
Entre ambos llevaron al perro debajo del puente. Después, el anciano se ausentó por unas horas, mientras el niño se quedó cuidando al perro, dudando si debía permanecer allí o abandonar a aquellos dos viejos. Cuando el anciano regresó, llevaba comida para los tres. Después de comer, el perro pareció mejorar, incluso intento levantarse.
–Qué hermosa criatura –dijo el viejo–. No tiene los defectos del hombre.
–¿Por qué lo dice?
–Porque hay muchos hombres que se fingen enfermos para que les sigan llevando la comida hasta la cama. Y el perro, que apenas recuperó un poco de sus fuerzas, ya intentó ponerse de pie. Un perro es como un hombre justo antes de corromper su vida.
–¿Por qué nos mira así? –dijo el niño.
–Porque ya nos quiere, porque nos agradece que lo cuidemos. Siempre que quieras aprender un poco sobre agradecimiento, observa a los perros, son los grandes maestros de la historia en esa materia.
–¿Tendrá nombre?
–Ponle tú uno –sugirió el viejo.
–¿Pero qué nombre podríamos ponerlo? Yo nunca he tenido un perro, no sé nada de nombres de perros.
–Inténtalo.
–Mmmm, le pondré Piloto. Y no me pregunte por qué, sólo se me ocurrió.
Dos días después, el perro logró incorporarse y el niño y el viejo lo llevaron a pasear. Caminaba lentamente, quizás no tanto por sus heridas sino porque en verdad ya era un perro muy viejo. Por la noche regresaron al puente y poco después empezó a caer una gran tormenta. Juntos vieron la lluvia caer y el perro se colocó en medio de sus dos amos y sólo separaba su cabeza de las piernas de uno para colocarla en las del otro. La noche y la lluvia hicieron llegar al frío, y el niño se abrazó así mismo para refugiarse. Entonces el perro se echó e encima de él, el niño estuvo a punto de apartarlo, pero pronto se sintió a gusto con el pelaje caliente. Por la mañana amanecieron los tres juntos, el viejo y el niño aferrados al cuerpo del perro. Ninguno tenía frío.





III

–¡Abel! –gritó un niño la mañana siguiente, mientras Abel  y Piloto caminaban solos.
Eran sus antiguos compañeros, un grupo de alrededor de diez niños, con los que solía juntarse apenas unos días atrás.
–Así que es cierto –dijo un niño–. Ya te juntas con un viejo y un perro que huelen más feo que un muerto.
Todos los niños empezaron a burlarse, Abel no supo qué decir y, mientras tanto, el perro lo miraba fijamente.
–Entonces, ésa es tu nueva banda, ¿un viejo y un perro?
Las burlas continuaron.
–No –dijo Abel–. No es cierto. Este perro se me pegó, pero yo ni lo conozco.
–Si no es tu perro, dale una patada.
–¿Qué?, ¿y eso para qué?
–Todo mundo patea a los perros callejeros.
–Pero…
–Entonces sí es tu perro.
–¡No!
–Pues patéalo.
Abel le dio una patada al perro, fuerte. El animal emitió un gruñido, pero no se movió.
Los niños ahora se burlaron más intensamente que antes. Señalaron a Abel y al perro con el dedo y después se marcharon.
Abel empezó a caminar y Piloto, como si nada hubiera pasado, fue detrás de él. Pero el niño lo ignoró todo el camino de regreso al puente. Sabía que el perro lo seguía, mas nunca hizo el intento de voltear a verlo.
Cuando el viejo llegó con algo de comida, Abel se negó a comer y evitaba ver al perro, aunque éste no se movía de su lado.
–¿Qué te pasa? –preguntó el anciano.
El niño no respondió, pero, después de muchos intentos, le contó todo lo que había pasado.
–Ya no me quieren como su amigo, ¿verdad?
–No fue correcto lo que hiciste, pero ¿cómo podría yo juzgarte si el más ofendido, Piloto, lo ve todo como un incidente sin importancia?
El niño quiso tocar la cabeza del perro, pero se arrepintió y la alejo su mano como si hubiera sido hierro caliente lo que iba a tocar. No obstante, el perro se le fue encima, frotó su cabeza contra la del niño y le recorrió la cara y el cuello con la lengua.
–¿Por qué me perdonó tan fácilmente? –dijo el niño y prorrumpió a llorar desconsolado–. Fui el peor de los amigos.
–No seas tan duro contigo mismo –dijo el viejo–. Los seres humanos le temen al ridículo y a las burlas, y eso los hace actuar como cobardes y ofender a quienes más aman. Pero no es una rareza, sino algo muy común.  Es un mal típicamente de humanos, como el rencor. Afortunadamente nuestro buen Piloto no lo padece. Míralo, lo estás hiriendo más ahora con tu llanto, porque piensa que algo malo te pasa, que con el golpe que le diste. Los hombres se ofenden cuando se les compara con un perro. ¿Será acaso porque para igualarlo hay que llegar a ser agradecido, fiel, ajeno al rencor y totalmente honesto, y muy pocos hombres son capaces de lograr tales hazañas? Qué hermoso debe de ser un hombre que merezca ser comparado con un perro.
–¿Por qué siguieron burlándose, a pesar de que hice lo que me pidieron? –preguntó el niño, ya llorando un poco menos–. Si le pegué a Piloto, fue para que dejaran de burlarse.
–Porque los actos cobardes siempre causan la risa de los cobardes.
–Quisiera nunca haberlo hecho ¿Por qué lo hice?
–Porque a pesar de ser un buen niño, aún te faltan muchas cosas por aprender. Ya te dije que no te culpes tanto. Mejor dale las gracias a Piloto, te está enseñando valores que para un hombre, incluso para un padre, sería muy difícil. Y jamás vuelvas a dejar que alguien manipule los deseos de tu corazón.  Recuerda que es solo tuyo. Si dejas que lo manipulen, terminarás siempre llorando, como ahora.





IV

Abel se calmó, abrazó al perro y después los tres empezaron a comer.
–Quisiera contarte algo –dijo el viejo–, cuando se terminaron la poca comida.
–¿Sobre qué?
–Averigüé unas cosas. Ya sé de dónde venían los autobuses amarillos hace algunos años. Yo tenía razón, recorrían algunos pueblos que están a una distancia de alrededor de cincuenta kilómetros de aquí, y traían a las personas a la ciudad. Podemos ir y recorrerlos, quizás encontremos a alguien de tu familia.
–Y si no encontramos a nadie.
–Abel, ya fuiste cobarde una vez y tomaste el camino para perder a un amigo. Ahora sé valiente y toma el camino para hallar a tu familia. Quizás te esperan cosas buenas y días felices, no renuncies a esa posibilidad que muchos añoran tener y la saben imposible.
–Pero ¿cómo iríamos? No tenemos dinero para los pasajes. Y si lo tuviéramos, en ningún autobús nos dejarían subir a Piloto.
–En el peor de los casos, iremos caminando –dijo el viejo–, aunque mis viejos huesos y los de Piloto tardarían tres días en llegar. Pero confiemos en que ya en la carretera alguien se compadezca de nosotros y nos acerque a tu destino.
–Y… ¿cuándo podríamos ir?
–Ah, pues ahora mismo. Yo no tengo nada que me detenga aquí, y si tú y Piloto tampoco, podemos iniciar la marcha. Si nos roban este lugar en el puente, yo conozco otros puentes. Lo bueno de no tener nada es que no se tienen que planear los viajes, tan sólo hay que decidirlos.
Tres horas después de empezar a caminar, el viejo se detuvo y señaló con la mano.
–Por fin llegamos a la carretera. Si la seguimos llegaremos a esos pueblos, de donde muy probablemente provenía tu mama, Abel. Si recordaras su nombre, nos sería de gran ayuda.
–Eso intento –dijo el niño–. Pero no he logrado acordarme de nada.
–No te mortifiques. El hecho de que recuerdes el nombre que te pusieron tus padres ya es una gran ventaja. No creo que se haya perdido otro niño llamado Abel hace siete años. Lo que te pasó deben de saberlo hasta en los pueblos vecinos al tuyo.
–¿Y si mi mamá fue a uno de esos pueblos a buscar trabajo y después se vino a la ciudad? No es seguro que hayamos vivido allí.
–Nadie busca trabajo en los pueblos pequeños. No seas pesimista. En marcha.
Caminaron varias horas, haciendo señales con la mano a los automovilistas, pero ninguno se detenía. Mas no se detuvieron ni un momento, avanzaron hasta sentirse completamente exhaustos. Como había llovido recientemente, no les fue difícil encontrar agua. Pero la cuestión de la comida no fue fácil de solucionar. Cuando hallaron una casa a las orillas de la carretera, el viejo tocó la puerta.
–Buenas tardes –dijo amablemente al hombre que abrió.
El aspecto de los tres visitantes despertó cierto recelo en aquel hombre. Dio un paso hacia atrás.
–No queremos molestarlo –dijo el viejo–, sólo nos preguntábamos si tendría la amabilidad de darnos un poco de comida.
–¿Está loco?
–No, que yo sepa no estoy loco. ¿Y usted?
–¿Cómo se le ocurre pedirme comida así como así? Ni siquiera los conozco. ¿Qué responsabilidad tengo yo con ustedes?, ¿qué culpa tengo de que usted, muy probablemente por el alcoholismo, echara a perder su vida?
–Ninguna responsabilidad, naturalmente –dijo el viejo.
–¿Entonces?
–¿Qué de malo tiene que le pida comida? Tenemos hambre y estamos en esta carretera solos. Yo únicamente respondo a mi necesidad, esperando que usted responda a su generosidad. Pensará que son cosas bien diferentes, pero tan penoso me resulta a mí importunarlo como a usted darnos sólo un poco de lo que le haya sobrado.
–¡Váyase!, sólo me quita mi tiempo y mi tranquilidad.
–Soy responsable de quitarle unos minutos de su tiempo –respondió José–, pero no acepto que me culpe de quitarle su tranquilidad. Ya no la tenía cuando nosotros llegamos.
–¿Qué pasa, papá? –dijo una voz de mujer, detrás del hombre.
Pronto apareció una jovencita, haciendo moverse con sus manos una silla de ruedas.
–¿Qué quieren ellos?
–Sólo quitarnos el tiempo, vuelve adentro.
–Le deseo que recobre pronto la salud –dijo el viejo a la joven–. Vámonos.
Cuando José dio la vuelta, el perro entró a la casa y se frotó contra la joven invalida. El hombre enfureció, tomó un hacha y a punto estaba de descargarla sobre el perro cuando el niño se puso en medio.
–Disculpe por favor a Piloto, él no quería hacerle nada malo.
–¡Largo de aquí!




V

Caminaron alrededor de veinte minutos y llegaron hasta donde estaba un vehículo estacionado. Al viejo y al niño les brillaron los ojos. Quizás esta podía ser la oportunidad que buscaban. Pronto vieron que se trataba de un hombre que se había detenido a tomar unas fotografías al paisaje. Los vio con desconfianza y se dirigió a su auto.
–Buenas tardes –dijo el viejo–. Queríamos pedirle un favor.
–Lo siento, no hablo con gente como ustedes. De hecho ya me voy, porque nada me garantiza que no estén planeando algo malo contra mí.
–No, le aseguro que nuestras intenciones no son malas. Tan sólo queremos pedirle un favor, que nos lleve a…
–¿Qué los suba a mi auto? ¿Está loco?
–Yo no, ¿y usted?
–Trataré de ser claro –dijo el desconocido–. Yo soy un hombre que ha triunfado en la vida. Y usted un vagabundo ignorante que probablemente es buscado por la policía. Tendría que tener claro que ni siquiera podemos hablar. No somos iguales, mucho de lo que yo diga quizás ni lo entiende con su vocabulario tan reducido.
–Tengo un vocabulario amplio en español, francés, italiano, inglés, alemán, ruso, latín y griego.
–Ah, ¿sí? Where did you learn so much?
In life, sir. Where else?
–!Un vagabundo, imposible!
Ja, ein Landstreicher.
–Perdón, no hablo alemán.
–¿En serio? Entonces usted es un ignorante e inferior a mí, no puedo hablar con usted. Vámonos.
–Oiga, espere. Le estoy hablando. ¿A dónde quiere que lo lleve?, ¿Es alguna persona importante que viaja de incognito?
El viejo no prestó atención y los tres continuaron la marcha.
–¿Cómo es que sabiendo tanto vive en un puente? –dijo el niño, minutos después–. ¿De qué le sirve su sabiduría?
–Sencillamente, vivo en un puente para no molestar a nadie. Si no usara mi sabiduría, viviría en un palacio y molestaría a muchos.
–Ya está oscureciendo –dijo el niño media hora después–. Ahora quizás sí se detengan los carros, no verán nuestra ropa y tal vez no les causemos miedo y desconfianza.
Y justo en eso se detuvo un automóvil, al que el viejo acababa de hacer una señal con la mano. Se estacionó  delante de ellos y se bajó un hombre… con una pistola en la mano.
–¡Denme todo lo que traen!
–No traemos otra cosa más que hambre –dijo el viejo–. Si trae con que quitárnosla, se lo agradeceremos mucho.
–¡No bromes, viejo, o te voy a matar!
–Puede usted disparar. Pero ¿de qué le serviría mi vida? Le aseguro que me sirve más a mí.
–Denme lo que traen –repitió el hombre–. No puede ser que no traigan nada.
–Vea bien –dijo el anciano, poniéndose frente a la luz del auto y enseñando sus harapos–, venimos caminando desde la ciudad. Vamos a unos pueblos, todavía muy lejanos, a buscar a la familia de este niño, que se perdió hace siete años. Pero no tenemos comida, ni agua ni forma alguna de avanzar más rápido. Así que no nos puede quitar más que nuestras vidas. Pero de nada le sirven, se lo aseguro. Mejor déjelas donde están.
El niño y el perro vieron atónitos que el hombre estaba llorando. Entró al auto y salió con una bolsa en su mano.
–Aquí hay un poco de comida y refresco –dijo–. No los puedo llevar porque la policía me sigue. Por favor –dijo y sus lágrimas aumentaron–, perdónenme.
–No hay nada más hermoso en una persona como la capacidad de arrepentirse y pedir perdón –dijo el viejo–. No vuelva a hacerle daño a nadie, corrija el rumbo de su vida y nunca la policía lo molestará ni irá a prisión. Se lo aseguro.
El hombre dejó caer la bolsa y se marchó.
–Ese hombre probablemente sí merece que la policía lo capture –dijo el niño–. Quizás ha causado mucho daño. ¿Por qué le dijo que no irá a prisión?
–Porque hace falta ser muy sabio para poder juzgar a los demás y determinar sus penas. Quizás ese hombre merece ir a prisión, pero el mundo está lleno de hombres que merecen ir a prisión y no van nunca, y tampoco nunca le dan un poco de pan al hambriento, como sí ha hecho éste. Cenemos.





VI

Cenaron y durmieron unas horas, allí, a la orilla de la carretera. Poco antes de amanecer continuaron la marcha. Pero una lluvia intensa empezó a caerles encima cuando apenas habían caminado una hora. Por fortuna, llegaron a un pueblo y fueron a refugiarse a un lado de los muros de la iglesia. Cuando Abel miró hacia arriba, encontró un ángel de mármol blanco y se perdió en su contemplación. Después se puso triste.
–¿Qué ocurre? –dijo el vejo.    
–Mi mamá me hablaba de los ángeles. Decía que yo, al ser un niño, tenía  uno que me cuidaba día y noche. Y que si algún día lo necesitaba, le hablara desde lo más profundo de mi corazón y ese ángel vendría. Pero cuando… cuando lo necesité, le grité con todas mis fuerzas. Lloré muchas noches esperando que viniera. Y nunca vino. Ahora veo porque. Los ángeles son muy bonitos. Vea qué alas tan enormes y elegantes. Seguro no acuden en ayuda de cualquiera.
–No, no acuden en ayuda de cualquiera –dijo el viejo–. Pero tampoco los confundas ni los idealices. No tengas la seguridad de que se parecen a esa estatua. Los ángeles no tienen que ser bellos por fuera. Su verdadera belleza radica en lo que son capaces de hacer por quien los necesita. Nunca le busques a un ángel las alas para identificarlo, búscale la sonrisa, por ella se delatan.
Cuando escampó continuaron la marcha. Y, de pronto, el anciano dijo:
–Si recuerdas lo que tu mamá te contó sobre los ángeles, también deberías de recordar su nombre.
–No había pensado en ella, ni en los ángeles, hasta ahora –dijo el niño.
–¿Por qué?
–Porque me dolía que ella se hubiera ido, y que el ángel no hubiera venido nunca. ¡Duele tanto recordarla!
–Es comprensible –susurró el viejo José–. ¿Y ahora la recuerdas?
–Recuerdo su cara, y sus ojos.
–¿Y su nombre?
–Esther.
–Ya veo –dijo el viejo–. Guarda bien en tu corazón su nombre y su cara. Es tu madre, y por más dolor que sientas, no merece que la olvides, que te obligues a no recordarla. Eso la tiene triste.
–Usted que es muy sabio –dijo el niño–, dígame algo. ¿Por qué muere una mamá y deja a su hijo solo, abandonado, sin nadie que pueda cuidarlo, en una ciudad donde todo le da miedo?, ¿por qué pasa eso?, ¿sabe la respuesta?
–Sí, la sé.
–¿Cuál es? –dijo el niño con viva atención.
–No te la puedo decir. Lo siento –fue la respuesta del viejo.
–¿Por qué?
–Porque las palabras que pueden responder esa pregunta, no causarían efecto alguno en ti. Esa pregunta te la responderá la vida, si la vives con el corazón abierto. Y cuando seas viejo, como yo, tendrás tu respuesta, y entonces ya no te dolerá.
–Ya estoy pensando en mi familia –dijo el niño–. Pero a lo mejor no existe, o a lo mejor se olvidaron de mí o simplemente no me quieren. Mejor regreso con usted y Piloto.
–Podemos volver si lo deseas –contestó el viejo–, pero piensa que a lo mejor sí existe tu familia, han llorado tu ausencia y añoran como nada poder abrazarte. No tengas miedo de comprobarlo. Sigamos adelante.
Ese día caminaron hasta entrada la tarde sin comer nada y no fue mucho lo que pudieron avanzar. Lo autos no se detenían, a pesar de que el anciano les hacía señales a todos. Cuando el hambre ya era difícil de soportar, Abel vio un árbol de manzanas, al que todavía le quedaban algunas. Subió y bajó cuatro, le dio dos al anciano y cuando iba a morder una, fijó su mirada en el perro y alejó la manzana de su boca.
–¿Qué ocurre? –dijo el viejo.
–Es Piloto. No le gusta la fruta, y yo no voy a comer si mi amigo no come.
–Me alegra –respondió el viejo– ver que ya sabes valorar a un amigo y eres capaz de compartir con él sus carencias. Pero no tendrás que sacrificarte. Aún queda un poco de comida, de la que nos regaló el hombre de anoche. Ésta será para Piloto. Nosotros nos comeremos las manzanas.
–¿Aún queda? –preguntó el niño–. Yo creí haber visto adentro de la bolsa y no quedaba nada.
–Guardé un poco por si no hallábamos nada. Toma, Piloto.
–¿Cuánto tiempo falta para llegar? –dijo el niño, mientras comía.
–Según mis cálculos, hemos avanzado veinte kilómetros. Nos faltan sólo treinta. Tu familia ya está cerca.
Continuaron la marcha y llegó la noche. El perro fue el primero en ser vencido por el cansancio. El niño se acostó a su lado, para sentir su piel caliente, y el viejo hizo lo mismo del otro lado del perro. A la mañana siguiente reanudaron el viaje. Ya estaba saliendo el sol cuando un auto los alcanzó. Se estacionó junto a ellos y descendió el hombre que les había negado la comida, el primer día de la marcha.
–Señor –le dijo a José–, poco después de que ustedes se fueron de mi casa, mi hija logró ponerse de pie. Ayer la llevé al médico y no logra explicar lo que pasó, ella estaba condenada a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas. ¿Usted puede explicármelo? Recuerdo que le deseó a mi hija que se recuperara…
–Sólo puedo decirle que me alegra que su hija haya recuperado la movilidad de sus piernas, cuídela mucho.
–Por la carretera se está corriendo el rumor de que deambula por aquí un hombre sabio que viaja de incognito con un niño y un perro, fingiendo ser vagabundo. Es usted, sin duda. Pero ¿acaso también es una especie de curandero?
–Se equivoca en todo –dijo José–, excepto en que viajo con un niño y un perro. Pero no finjo ser vagabundo y no soy sabio.
–Les he traído comida –continuó el hombre–. Y estoy dispuesto a llevarlos a donde se dirigen.
–Gracias, pero no podemos aceptar ni una cosa ni la otra.
–¿Por qué? –dijo el hombre.
–¿Por… qué? –dijo el niño.
–Porque usted está aquí pensando que nos debe de pagar algo, y no nos debe nada. Aceptar algo de usted sería cobrar algo a lo que no tenemos derecho.
–Pero si el otro día casi me rogó…
–Le pedí un gesto noble de su corazón: que ayudara por el simple hecho de ayudar, porque es necesario que los hombres nos ayudemos unos a los otros, sin fijarnos en cómo vestimos. Pero ese gesto, que hubiera sido admirable y muy beneficioso para nosotros, no se presentó.
–Me siento apenado –dijo el hombre.
–No, no, por favor. Ayudar o no ayudar es algo sobre lo que cada persona debe de tener la libertad de elegir. Ningún tipo de ayuda debiera ser obligatoria, ni siquiera bajo la menor presión. Ahora, si nos lo permite, continuaremos nuestro camino.
–¿De veras no hay nada que pueda hacer por ustedes?
–Dejarnos pasar…
–No quiero que piense que soy un malvado –añadió el hombre.
–No pienso eso de ninguna manera. Pero no puedo dejarlo que me ayude por razones ajenas a la única que es válida.
–¿Cuál es esa razón? –pregunto el hombre, con cierta ansiedad.
–No se lo puedo decir, pero quizás pueda encontrar la respuesta la próxima vez que alguien toque en su puerta pidiendo sólo un poco de ayuda.
El hombre regresó por donde había llegado y el viejo, el niño y el perro reanudaron su marcha.
–Debimos haber dejado que nos ayudara –dijo Abel, y José no respondió.





VII

Un par de horas más tarde, una camioneta vieja que apenas podía avanzar se detuvo junto a ellos. Descendió un hombre calvo, gordo y de rostro cubierto por una barba negra. Parecía, a simple vista, una mala persona. Pronto les dedicó una sonrisa y se acercó a ellos sin desaparecerla un instante.
–¿A dónde van, amigos? –dijo mientras acariciaba la cabeza del perro.
–Buscamos cuatro pueblos –dijo el viejo-: San Pablo, Valle Chico, Rio Escondido y San Miguel, que, según me han dicho, están casi juntos.
–Ah, sí –dijo el hombre–, el primero es Valle Chico, pero esos pueblos están aún muy lejos, a veinte kilómetros.
–Ya recorrimos treinta –dijo el viejo.
–¿Cómo?, ¿han venido caminando desde la capital?
–Así es.
–Pasan muchos carros por aquí. ¿Por qué no le han pedido a alguien que los lleve? Deben de estar muy cansados. Tienen hambre, y sed, supongo. Pero qué tonto soy, para qué les pregunto. Se les nota en el rostro. Permítanme, tengo algo de pan que compré para mis hijos, y también refresco. Toma, amigo –dijo dándole un pedazo de pan al perro–. Coman, por favor. Yo no voy hasta Valle Chico,  vivo a cinco kilómetros de aquí. Pero de ninguna manera voy a dejarlos seguir caminando. Espero que me permitan llevarlos. ¿Qué edad tienes? –le pregunto a Abel–. Bueno, tengo un hijo de tu estatura, pasaremos a mi casa y te daré un cambio de ropa y unos zapatos. Nada es nuevo, pero te va a servir. Y usted, amigo, somos de tallas muy distintas, pero de alguna manera lograremos que le quede mi ropa –añadió el hombre con su amplia sonrisa.
Una hora después estaban por llegar a Valle Chico. Ellos viajaban en la parte de atrás de la camioneta, mientras el hombre manejaba. Aunque él insistió en que se acomodaran adelante, el niño y el viejo insistieron en viajar atrás, más cómodos, con Piloto.
–¿Ahora ves por qué no quise aceptar la ayuda de un hombre egoísta, que se obligaba a darla? –dijo el viejo–. Nos habríamos privado de la oportunidad de conocer a un ángel. ¿Viste su sonrisa?
–Ya estamos llegando –dijo el niño, muy serio–. ¿Y si allí no vive nadie que me esté esperando? ¿Y Si mejor nos regresamos, así conservaré la esperanza toda mi vida?
–Nunca, nunca –dijo el viejo–, pierdas la oportunidad de transformar una pequeña esperanza en una hermosa realidad. No dejes que el miedo te aleje de la felicidad, porque entonces el miedo se hace más grande, y la felicidad se pierde por completo. Vamos, ánimo.
De pronto vieron un letrero que decía Bienvenido a Valle Chico. El niño suspiró y se aferró con fuerza al cuello del perro. Piloto se frotó contra sus piernas. La camioneta se detuvo, el hombre amable  los ayudó a bajar a los tres. José interceptó a una señora que pasaba frente a ellos. El corazón del niño latía con fuerza.
–Disculpe, señora –comenzó el viejo–, aquí o en algún pueblo cercano, ¿acaso se perdió una mujer de nombre Esther con su hijo pequeño, llamado Abel, hace alrededor de siete años?
La mujer vio al viejo por varios segundos, sin decir nada. Abel temblaba abrazado al cuello del perro, mientras el hombre amable lo sujetaba del hombro.
–¿Usted cómo sabe eso? –dijo al fin la mujer.
–Porque ese niño es Abel –respondió el viejo.
–¡El hijo del señor Abel! Eso no es posible.
–¿Vive aquí el padre del niño? –preguntó el viejo.
–No, en el pueblo vecino, Rio Escondido. Pero todos conocemos su desgracia. Un día su esposa fue a la capital, con el más pequeño de sus seis hijos, y jamás volvió. El pobre hombre ha vivido un infierno desde entonces.
–¡Tengo papá y hermanos! –gritó el niño, llorando.
–Claro que sí –dijo la mujer, llena de alegría.
Pronto el pueblo se llenó de alboroto. Las personas corrían para ver al niño perdido. Decidieron llevarlo en una gran caravana de vehículos al pueblo vecino. Entonces el hombre amable, que los había llevado hasta allí, se despidió de sus amigos.
–¿Ni su nombre le preguntamos? –dijo Abel al viejo.
–Llámalo Ángel siempre que lo recuerdes. Estoy seguro que no vas a equivocarte –respondió José.
Apenas unos cuantos minutos después llegaron al pueblo vecino, Rio Escondido. La caravana de vehículos se acercó a una enorme parcela donde un hombre, acompañado de dos niñas adolescentes y tres niños, araba la tierra. El hombre se sorprendió al ver tantos vehículos, pero pronto se concentró de nuevo en su trabajo.
–Me dicen que ellos son tu familia –le dijo el viejo al niño, que permanecía abrazado al cuello de Piloto, temblando–. ¿Por qué no vas?
–¿Usted me acompaña?
–No, ve tú solo –dijo el viejo–, éste es un asunto de familia. Piloto y yo te esperaremos aquí.
El niño avanzó, dudando, lentamente. De pronto sus hermanos, todos más grandes que él, se percataron que se acercaba. El hombre adulto también notó el acercamiento del niño y fue a su encuentro, suponiendo que quería decirles algo. Cuando lo tuvo cerca, lo contempló con desmedida atención por unos segundos, no dijo nada, pero lanzó un grito que se escuchó en todo el pueblo, como el de un enloquecido. Corrió hacia el niño, lo abrazó con todas sus fuerzas mientras lloraba sin dejar de gritar. Los hermanos de Abel se acercaron, sin saber qué hacer. Pero pronto comprendieron lo que pasaba, se abrazaron a él y a su padre, y así transcurrieron varios minutos, sin que pudieran siquiera hablar.
Los habitantes del pueblo vecino ya no esperaron para ver más. Sentían una profunda alegría en sus corazones y con eso se daban por satisfechos. Algunos incluso lloraban, y veían a la familia reunida como una escena sobrenatural. Sabían que probablemente no volverían a ver algo igual de hermoso en sus vidas. Los vehículos empezaron a alejarse y dejaron al perro y al viejo solos, viendo a su amigo a la distancia, cuando apenas intercambiaba las primeras palabras con su padre y sus hermanos.
Pasada una hora, por fin el padre de Abel fue a darle las gracias al protector de su hijo. Lo abrazó y lo beso en las mejillas, y les dijo a sus demás hijos que hicieran lo mismo. También lo invitó a quedarse a vivir con ellos, argumentando la gratitud y el hecho de que Abel lo necesitaría. El viejo sólo respondió con una amable sonrisa.
Después de comer, el viejo, el niño y el perro fueron a pasear solos por el rio del pueblo, mientras el padre y los hermanos los contemplaban a la distancia. No quería perder de vista ni un instante al recién llegado.
–Soy tan feliz –dijo el niño–, tan feliz. Pero ¿por qué sufrí tanto?
–Precisamente, por eso. Quien más siente el dolor, más posibilidades tiene de experimentar la más hermosa felicidad. –Fue la respuesta del viejo.
–No se va a quedar con nosotros, ¿cierto?
–Lo lamento, pero no puedo. Por favor, cuida a Piloto por mí –dijo el viejo, mientras le daba la espalda al niño y caminaba hacia el interior del rio.
–Ya lo entendí todo –dijo el niño–. Tiene usted la más hermosa de las sonrisas. Dígale a mi mamá que la amo, que ya recordé su cara y que nunca la voy a olvidar.
–Se lo diré en cuanto llegue.



 Adam J. Oderoll

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