La democracia es la forma de gobierno más popular en el
mundo, quizás gracias a la propaganda que pudieran hacerle la ONU y algunas
naciones desarrolladas. Pero es sólo la palabra, a la que muchas personas
asocian con ir a votar un domingo por el
más carismático de los candidatos, y lo demás, sus alcances, su significado, su
esencia filosófica y su lugar como la única forma de gobierno coherente con el
derecho a la libertad de los pueblos carecen de aceptación.
Sin ir muy lejos, la
democracia debiera ser entendida por los ciudadanos del mundo como la forma de
gobierno en que el pueblo consolida instituciones que salvaguardan su
integridad moral y física y toda una gama de derechos, libertades y
limitaciones necesarios no para otorgar la felicidad sino para que cada quien luche
por la suya. Porque la felicidad no se deriva de un decreto sino de un logro
personal. El Estado sólo puede aspirar a hacerla posible, no a repartirla.
En una verdadera democracia no puede haber caudillos. El
poder es del pueblo, no de ellos, los funcionarios deben de ser eventuales y
cumplir no una función simbólica sino estrictamente legal: llegas, haces tu
trabajo limitado por las leyes durante un período razonable de tiempo y te vas.
Pero realmente pocos países se acercan a ello.
Cualquiera podría decir que Estados Unidos sí es una gran
democracia, funcional y que se acerca mucho al legado filosófico e histórico de
la Antigua Roma. Sí, sin duda alguna lo es. La prueba está en que es una enorme
nación donde conviven más o menos bien miembros de todas las razas y culturas
del mundo (con excepción de algunas tribus perdidas), y algo así sólo puede
funcionar con instituciones sólidas, serias y respetables que han logrado que
el tejido social no colapse como el del Imperio Austrohúngaro.
Pero claro que esa gran democracia también tiene sus
claroscuros, si bien en la presidencia no se perpetúan los caudillos (aunque Franklin
D. Roosevelt hizo su mejor esfuerzo), en otras áreas del Estado no pasa así. El
senador quizás más famoso de la historia reciente del país, Ted Kennedy, lo fue
por una eternidad, casi el mismo tiempo que Fidel Castro fue dictador oficial
de Cuba.
Alguien me dijo una vez que el hecho de que un caudillo sea
popular, querido, simbólico y duradero en
su pueblo es bueno para la democracia porque la aceptación que el país
le da a éste significa estabilidad. Eso desde luego es una estupidez. Yo no
recuerdo el nombre del gran caudillo duradero que ha logrado que Suiza sea una
gran nación de libertades y estabilidad, y no lo recuerdo porque no existe. En
cambio, un caudillo que era querido, aceptado, obedecido y respetado hizo de
Venezuela el país devastado que es ahora,
otro caudillo desmoronó a Alemania en la Primera Guerra Mundial y, para
no variar, un caudillo aún más loco que el anterior la destruyó moral, física e
institucionalmente en la segunda.
Suiza en las dos guerras mundiales carecía de caudillos
omnipotentes y famosos. Y en ninguna de las dos participó. Cierto que España en
la segunda sí tenía su caudillo y no participó. Pero eso no libró al país de
una guerra terrible y devastadora. Los caudillos destruyen a su país. Si no hay
enemigo, no importa, ellos lo son.
Y pese a que han existido terribles experiencias con el
caudillismo, que es la antítesis de la democracia y que a la vez la secuestra,
el mundo sigue usando de esta desconocida sólo el nombre mientras entrega
cuánto poder puede a los omnipotentes caudillos. Tan sólo en América, ¿cuántos años no gobernó
a Brasil Lula da Silva?, ¿cuántos a la Argentina los Kirchner -extensiones de
Perón-?, ¿cuánto ha durado el chavismo?, ¿cuánto llevan hombres como Correa,
Morales y Ortega al mando de sus países?
En Europa, con excepciones tan respetables como el Reino
Unido, que con todo y que es una monarquía es un gran ejemplo de democracia para
el mundo, no se escapan de los caudillos. Vladimir Putin lleva ya bastante
tiempo con las riendas de Rusia bien tomadas y no se le ven deseos de soltarlas.
Es un tipo capaz de ir a la guerra por sus traumas ideológicos en cualquier
momento, un digno continuador del régimen soviético ya sin el nombre.
Y en otros países europeos si bien no llegan a los extremos
de Putin tampoco es que les guste más la democracia que el caudillismo. ¿Cuántos
años y cuántas veces ha sido Silvio Berlusconi jefe de Estado en Italia?, por
su parte, Nicolas Sarkozy, un hombre que ya fue y ya le tocó irse, podría
volver a intentar ser presidente de Francia. Nada se lo impide. Y, no muy lejos de allí, Mariano
Rajoy es presidenciable desde los tiempos de Aznar, líder de su partido, candidato de siempre y en
los últimos meses Presidente del Gobierno por una formula rara que quizás él
piensa que es democracia, por más que no esté muy convencido.
Así es el mundo, el civilizado, o el que se cree civilizado.
Prefiere darle mucho poder y por mucho tiempo a un caudillo y esperar a cambio la felicidad,
que repartir el poder en instituciones que sí funcionen, y que den justicia y
seguridad, lo necesario en cualquier parte del mundo para que cada ser humano,
muy a su modo, con sus miedos y sus arranques, luche por ser feliz.
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