Justo ahora el mundo está asustado. Pasan cosas alarmantes.
El Reino Unido ha decidido marcharse de la Unión Europea, el islamismo
terrorista campa a sus anchas en el mundo libre y un tal Donald Trump, un
radical, podría convertirse en presidente de los Estados Unidos. Lo de Trump
resulta alarmante porque todo el mundo quiere como jefe de Estado del país más
poderoso del mundo a un hombre sensato y él no lo es.
Quizás muchos filósofos e intelectuales han muerto pensando
que Estados Unidos, pese a sus muchos problemas derivados de su diversidad
cultural y a su status de hiperpotencia, no le daría jamás el poder a un
radical. El país ha tenido presidentes de muy distintos colores, algunos con
proyectos megalómanos que costaron caros al mundo. Hubo hombres peligrosos en
la Casa Blanca, como John F. Kennedy, quien tenía que estar drogado y teniendo
sexo para sortear los problemas de la etapa más caliente de la Guerra Fría, o
Harry Truman, quien decidió que prefería liquidar a miles de inocentes en unos
segundos que a un millón de soldados en un año, o Franklin Roosevelt, quien
olvidó que era presidente de la mayor democracia del mundo y se creyó líder
imprescindible y vitalicio a la manera de Hugo Chávez.
Es cierto, los presidentes yanquis no siempre han sido
buenos ni inteligentes. Pero esa gran potencia nunca le ha dado el poder a un
hombre completamente loco. Los más sólo lo estaban a medias. No obstante,
comprendían un poco las limitaciones del poder y su papel de líderes del país
que velaba por la libertad y la seguridad del mundo, pese a sus muy arraigadas intenciones
ventajosas que pudieran tener. El patriotismo es una enfermedad nociva para todas las naciones ajenas al patriota, e incluso, algunas veces, para la
suya.
Pero no todo es malo en el mundo ni las democracias se
inclinan en masa hacia los locos. Los argentinos le han dado la oportunidad a Mauricio
Macri, un hombre que, si muy bien le va, podría ser una versión latinoamericana
de Ronald Reagan, y si mal le va al menos algunos ya lo respetamos, porque es
un presidente que, como pocos, no ha demostrado la típica obsesión presidencial
de enriquecer y dar más poder a ese monstruo tragadinero que es el Estado,
desde arriba hasta abajo. El mexicano Felipe Calderón era, al parecer, un
presidente sensato. Pero una de sus principales preocupaciones fue hacer más
rico al Estado, porque él, a fin de cuentas político, quizás lo veía como su
empresa.
También los peruanos se han inclinado por Pedro Pablo Kuczynsk.
Otro liberal que podría hacer las cosas bien.
Latinoamérica merece hombres así. El chavismo ya tuvo su oportunidad y
dio al pueblo a cambio de su confianza hambre. Parecía extender sus garras
hacia todo el sur del continente, pero las elecciones de Macri y Kuczynsk
muestran que los medios de comunicación funcionan más o menos bien, que el
chavismo ya no pudo ocultar la miseria que produce como sí hacia la URSS.
Y hablando de la URSS y lo que significó, en España, un
comunista radical, Pablo Iglesias, podría llegar a ser presidente del gobierno.
Mientras unos pueblos votan para bien otros ponen el cuello debajo de la navaja
de la guillotina. Así pasa. ¿Qué se le va a hacer? La situación inestable que
intimida ahora al mundo, con esa manía de los electores a inclinarse por caudillos locos que se creen imprescindibles, me recuerda un pasaje de La columna de hierro, de Taylor Caldwell. Cuando Cicerón ve por
primera vez a Octavio, apenas un niño, en su mirada de león comprende que será
un tirano. Y se limita a pensar: “Nacen en todas las generaciones, y en cada generación tenemos que combatirlos”. Así sea.
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