sábado, 25 de junio de 2016

El mundo cambia para bien, y para mal

Justo ahora el mundo está asustado. Pasan cosas alarmantes. El Reino Unido ha decidido marcharse de la Unión Europea, el islamismo terrorista campa a sus anchas en el mundo libre y un tal Donald Trump, un radical, podría convertirse en presidente de los Estados Unidos. Lo de Trump resulta alarmante porque todo el mundo quiere como jefe de Estado del país más poderoso del mundo a un hombre sensato y él no lo es.
Quizás muchos filósofos e intelectuales han muerto pensando que Estados Unidos, pese a sus muchos problemas derivados de su diversidad cultural y a su status de hiperpotencia, no le daría jamás el poder a un radical. El país ha tenido presidentes de muy distintos colores, algunos con proyectos megalómanos que costaron caros al mundo. Hubo hombres peligrosos en la Casa Blanca, como John F. Kennedy, quien tenía que estar drogado y teniendo sexo para sortear los problemas de la etapa más caliente de la Guerra Fría, o Harry Truman, quien decidió que prefería liquidar a miles de inocentes en unos segundos que a un millón de soldados en un año, o Franklin Roosevelt, quien olvidó que era presidente de la mayor democracia del mundo y se creyó líder imprescindible y vitalicio a la manera de Hugo Chávez.
Es cierto, los presidentes yanquis no siempre han sido buenos ni inteligentes. Pero esa gran potencia nunca le ha dado el poder a un hombre completamente loco. Los más sólo lo estaban a medias. No obstante, comprendían un poco las limitaciones del poder y su papel de líderes del país que velaba por la libertad y la seguridad del mundo, pese a sus muy arraigadas intenciones ventajosas que pudieran tener. El patriotismo es una enfermedad nociva  para todas las naciones ajenas al patriota, e incluso, algunas veces, para la suya.
Pero no todo es malo en el mundo ni las democracias se inclinan en masa hacia los locos. Los argentinos le han dado la oportunidad a Mauricio Macri, un hombre que, si muy bien le va, podría ser una versión latinoamericana de Ronald Reagan, y si mal le va al menos algunos ya lo respetamos, porque es un presidente que, como pocos, no ha demostrado la típica obsesión presidencial de enriquecer y dar más poder a ese monstruo tragadinero que es el Estado, desde arriba hasta abajo. El mexicano Felipe Calderón era, al parecer, un presidente sensato. Pero una de sus principales preocupaciones fue hacer más rico al Estado, porque él, a fin de cuentas político, quizás lo veía como su empresa.
También los peruanos se han inclinado por Pedro Pablo Kuczynsk. Otro liberal que podría hacer las cosas bien.  Latinoamérica merece hombres así. El chavismo ya tuvo su oportunidad y dio al pueblo a cambio de su confianza hambre. Parecía extender sus garras hacia todo el sur del continente, pero las elecciones de Macri y Kuczynsk muestran que los medios de comunicación funcionan más o menos bien, que el chavismo ya no pudo ocultar la miseria que produce como sí hacia la URSS.
Y hablando de la URSS y lo que significó, en España, un comunista radical, Pablo Iglesias, podría llegar a ser presidente del gobierno. Mientras unos pueblos votan para bien otros ponen el cuello debajo de la navaja de la guillotina. Así pasa. ¿Qué se le va a hacer? La situación inestable que intimida ahora al mundo, con esa manía de los electores a inclinarse por caudillos locos que se creen imprescindibles, me recuerda un pasaje de La columna de hierro, de Taylor Caldwell. Cuando Cicerón ve por primera vez a Octavio, apenas un niño, en su mirada de león comprende que será un tirano. Y se limita a pensar: “Nacen en todas las generaciones, y en cada generación tenemos que combatirlos”. Así sea.

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