Yo no creo que exista un género literario donde un escritor
ponga tanto de sí como la poesía. Es cierto que muchos autores tienen la costumbre de disfrazarse de
sus personajes en alguna novela. Pero al escribir poesía uno no sólo deja allí
parte de su personalidad, que es lo de menos, deja parte de su sufrimiento, de
su dolor, de sus ratos más amargos. La poesía es el más bello vaso de lágrimas
que pueda existir. Es como vaciarlas en un jarrón chino, mas no por eso dejan
de ser lágrimas, los frutos más comunes de la vida en las vidas más comunes.
Recuerdo que en el mítico Retrato de Dorian Gray el
más mítico aún Lord Henry dice algo así como que cada libro de poesía editado
es un corazón roto. Oscar Wilde, ni duda cabe, sabía mucho de
eso, lo demostró en De profundis,
donde vació más dolor del que estaría permitido a un autor de su talla. Pero
quizás a esas alturas a Wilde ya no le importaba exhibir su dolor. Ya lo habían
demolido bastante como para dejar su amargo reproche a medias.
Algo que sin duda anima al poeta es que el género es un
laberinto. Se puede llorar en él pintando las lágrimas de muchos colores. En la
epístola de Wilde no le quedaba otra salida más que disparar de frente y sin
rodeos a Alfred Douglas, su otrora amor que lo abandonó en sus dos años más
amargos. Pero comúnmente la poesía ofrece salidas. El dolor se pierde entre lo
que el poeta ofrece y lo que el lector entiende. Al final este último lo hace
suyo a su modo, se identifica, se lo arrebata al poeta y lo llora para sí. De manera
que ambos, poeta y lector, quedan satisfechos con ese vínculo que los une muy a
la distancia, como si estuviera roto a la mitad o como si fuera una imagen que
ante el espejo se distorsiona. Mas el vínculo existe: es el dolor, porque para
escribir poesía hay que sentir dolor y para leerla… también.
Pero esa fractura en el vínculo, esa certeza de que “el
lector nunca sabrá los detalles de mi dolor”, es lo que anima al poeta a contar
sus horas más amargas. Sabe que su poesía es a la vez su biografía en
rompecabezas que nunca podrá ser armada de nuevo. Y eso y sólo eso lo libera para
contar su dolor. Porque no hay otra razón, la poesía ya no se vende. Si bien le va a
un poeta, alguien le la suya, pero no la compra. El poeta de estos tiempos
da todo lo que tiene en él por nada, su único precio es que alguien lo lea. Es
el oficio que está un poco debajo de la prostitución. Porque no hay duda de que
allí también se sufre y se llora, pero allí sí se cobra.
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