Mi primer libro terminado, aparte de algunos pequeños
cuentos y poemas, fue una biografía del que fuera emperador de México con el
apoyo de la Francia del Segundo Imperio, Maximiliano de Habsburgo, o de
Austria. Uno de tantos, porque desde el emperador Maximiliano I, el que tuvo el
tino de casar a su hijo Felipe con la hija de los Reyes Católicos y así lograr que su familia se apoderara de medio mundo, Maximilianos hubo a montones en esa
dinastía.
El que optó por hacerse mexicano fue uno de esos tantos
nacido en 1832, nieto de Francisco I de Austria, el Habsburgo al que le tocó
padecer a Napoleón. Francisco era de hecho segundo, como monarca del Sacro
Imperio Romano Germánico, pero el torbellino napoleónico lo obligó a
desaparecer la ancestral monarquía, inventarse una nueva y darle al Gran General
una hija para apaciguarlo. Pero ni así lo logró. Napoleón le quitó mucho.
A cambio recibió del corso un pequeño niño rubio al que
despojó del nombre y el apellido de su padre, e incluso del idioma francés por
algún tiempo. Lo educó como un archiduque de Austria y lo quiso, según se sabe,
mucho. Era su nieto. Ese niño rubio al que toda Europa quería conocer porque era
hijo de Napoleón Bonaparte fue el duque de Reichstadt, quien no tuvo tiempo de
hacer más mérito que el de ser hijo de quien era porque murió muy joven.
Pocos días antes de su muerte nació el que sería
Maximiliano I de México, a quien los chismes le atribuyeron como hijo debido a
su cercanía con Sofía de Baviera, la madre del niño y esposa de su tío, el archiduque
Francisco Carlos. Este niño fue el segundo del matrimonio entre el archiduque y
la princesa bávara. Y eso de segundo lo imposibilitaba para acceder al trono
familiar. El privilegio le correspondía a su hermano mayor, Francisco José. Por
eso y sólo por eso, para hallar un trono como remplazo del que su puesto en el
orden de nacimiento le había quitado, emigró a México.
Durante el 2008, 2009 y principios del 2010 estudié en la
medida que mi tiempo libre me lo permitía a este personaje, a su contexto y a
su época. Mi intención era escribirle
una biografía que terminé si mal no recuerdo a finales del 2010. Pero una vez concluido
el libro terminó por no agradarme. A mi juicio algo le faltaba, requería una
minuciosa revisión y si era necesario reescribirlo en su mayor parte. Algo que
nunca hice.
Me ocupé en otras cosas, y mi tiempo libre se me fue
escribiendo la novela “El príncipe de la soledad”. Pasaron los años y aunque seguía
escribiendo cada que podía, poco me llamaba la atención revisar aquel mi primer
libro. Sólo alguna vez lo revisé un par de horas, y leyendo una de las líneas
de los últimos capítulos, me vino una idea a la cabeza. Debido a que
Maximiliano quiso desde antes de llegar a México hasta poco antes de su muerta
entrevistarse con Juárez, yo escribí que esa entrevista que nunca ocurrió
estaba reservada para quien la quisiera desarrollar como novela histórica.
Y decidí hacerlo yo. Creía dominar el tema. Había estudiado
mucho a ambos, a Juárez y a Maximiliano. También sus épocas, sus contextos, sus
personajes allegados, sus personalidades y sus gustos. Me sentía con el
conocimiento suficiente como para escribir una novela en la que ambos rivales
se enfrentaran en un escenario ya de por sí muy tenso: la noche previa al
fusilamiento de Maximiliano.
Durante semanas dejé hablar a ambos con sus mejores
argumentos, sin ponerme del lado de ninguno. No son hombres de mi época, ningún
laso me liga a ellos más que el interés cultural. Cuando terminé, la novela me gustó mucho. Quizás porque creo haber logrado un encuentro entre caballeros,
entre dos hombres enfrentados por las circunstancias pero políticamente similares
en su forma de pensar. Los acerqué lo más que pude. Tal vez desde su tumba el
intransigente Juárez me aborrece por ello, pero el noble y emocional
Maximiliano, si es que lo conozco bien, me da las gracias desde la suya.
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