Conozco a muchas personas a quienes les hace ilusión votar. Esperan
ese domingo como un día importante, algo parecido a una fiesta familiar. Y van
y votan. Son apenas una persona del montón que sumado a miles, a cientos de
miles o a millones le dan a alguien poder, poder sobre nosotros los tristes mortales,
que pagamos impuestos, toleramos los errores de la justicia y sabemos que, a
diferencia de la mayoría de políticos que piden nuestro voto, no somos inmunes
a ella, a la justicia o a ese monstruo que se disfraza de ella.
Quizás a la gente le gusta votar porque en ese momento la
persona que aspira a ser importante depende de él, del votante. Quizás se
experimenta un placer al momento de decidir, de saber que esa X puede convertir a
alguien que nos ha dado la mano y visto a los ojos con una sonrisa en un personaje que pasará a la historia.
Lo malo es que allí termina todo, esa hermandad sentimental
entre candidato y votante es tan frágil que una vez que la entidad encargada publica
los resultados se termina, el votante pierde todo el poder. La persona que pide
el voto sólo se parece en el físico a la que después gobierna. Son tan
diferentes. Hasta los más populistas, que no se alejan jamás de los votantes,
cambian radicalmente.
Eso tiene una explicación lógica. Es fácil que millones le den
mucho a uno. Pero es imposible que uno le dé a millones todo lo que quieren. Y es
que la gente no siempre vota por un modelo político que ha analizado bastante y
lo quiere para su país. El voto es una especie de “te doy y luego me das”.
Lo mejor que puede pasarle a una democracia es que al
político ganador se le olvide la segunda parte del trato. Cuando el candidato
ganador y agradecido se propone dar y dar, mediante quitar, pasan tragedias
estilo Venezuela o cosas peores, porque las hay.
Votar no es un componente de la democracia. Es un factor
aislado a ella, una parte del maquillaje que la caracteriza. El voto es un recurso de los políticos para enriquecerse más
que de los ciudadanos para gobernarse. Porque una vez que se vota con
frecuencia se acaba el poder del pueblo. Además, votar también significa
ponerse a la altura del que quiere que el gobierno lo mantenga, del que cambia
su voto por una despensa, o de quien se cree las mentiras más estúpidas y
absurdas. Votar, la mayoría de las veces, es renunciar al intelecto, a la
libertad de estar en contra de lo más podrido. Por eso yo no voto. Y quizás ya
no lo haga nunca. Renuncio a que mi poder y mi derecho como hombre libre valga
tan poco.
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