viernes, 15 de julio de 2016

La destrucción de Europa: el fin de una era de ensueño

Europa es el continente más hermoso del mundo. Ni duda cabe. Sus siglos de esplendor sometido a longevas y absolutistas monarquías le dieron un legado arquitectónico a lo largo y ancho que supera por mucho cualquier ficción. Ya no se diga vivir sino tan sólo visitar ciudades como Viena, Roma o París, entre muchas otras, es el sueño de millones de seres humanos en todo el mundo. Porque así ha sido Europa por muchos años, un sueño, pero ese sueño lamentablemente parece acabar y transformarse en una muy amarga pesadilla.
Después de la caída de la vieja Europa con la Gran Guerra, un totalitarismo cultural y racialmente impermeable se apoderó del continente, o al menos de una buena parte de éste, y trajo años muy tristes. Con el  ansiado final de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, que dejó tanta destrucción, sufrimiento y pérdida en vidas de inocentes, la devastada Europa inició un proceso de flexibilización. Muchos países que en otros siglos se la pasaban en una guerra tras otra se hermanaron, las migraciones tuvieron su gran auge, surgió la Unión Europea, el continente casi por entero apuntó a volverse una aglomeración cultural al estilo del Imperio Austrohúngaro, tanto como que futbolistas de ascendencia africana ahora lucen con orgullo playeras antes reservadas a la raza caucásica como la inglesa o la alemana…
Todo parecía un paraíso de libertades, donde leyes sensatas daban igualdad a todos, sin importar su origen étnico ni creencias religiosas. El problema es que la emigración a Europa no sólo llevó diversidad cultural y racial, tolerancia y flexibilización religiosa. Durante muchas décadas el continente recibió una gran oleada de emigrantes musulmanes. Quizás pocos desconfiaron de ello. Se les veía como personas que buscaban un mejor lugar para vivir, y quizás donde poder practicar su religión de manera más libre, donde la inteligencia y el culto tuvieran igual peso. Y es posible que muchos musulmanes que ahora habitan Europa piensen así, pero muchos no.
La realidad demuestra que hay musulmanes que viven en Europa sólo como un cambio de estrategia. Durante el último sitio se Viena, hace tres siglos y pico, comprendieron que militarmente ya no podían contra Occidente. El cambio de estrategia radicó en meterse a los países occidentales y destruirlos desde adentro. Lo están logrando. Mientras Europa entró en una era de tolerancia y paz, relativas, ellos siguen en pie de guerra contra una cultura, la occidental, a la que han soñado humillar, destruir y someter durante siglos. La vida de un occidental les importa menos que nada, tomarla les acarrea un trofeo y jamás un remordimiento.
¿Cómo puede vivir en paz Europa en ese mundo de tolerancia y diversidad tan bien logrado si ahora muchos van por la calle viendo la manera de matar a miles en un solo ataque?, ¿y quién tiene la culpa? ¿Europa por ser flexible a la emigración y a la diversidad cultural?, ¿los inocentes por salir a la calle?, ¿los policías por no ser adivinos?, ¿Occidente por apoyar la defenestración de regímenes dictatoriales ligados al terrorismo? Los culpables desde luego son los terroristas. Nunca jamás bajo ninguna circunstancia el asesinato de inocentes ajenos a todo será justificado sólo porque el presidente de los Estados Unidos está muy bien protegido y a él no lo han podido matar.
¿Y quién nos dice que ese odio absoluto tiene la justificación pretendida? Para ellos Occidente contamina su cultura, ése es el pretexto. Pero, ¿acaso no podrán odiar al occidental porque ha sabido vivir más felizmente la vida, tras pagar muy altos precios? El occidental ha descubierto el gran beneficio que es hacer uso de su libertad, de su inteligencia y su raciocinio. Disfruta más la vida. No se empeña en perpetuar estigmas religiosos medievales, tal sólo los ve como historia. Quizás no odian a Occidente por lo que pueda interferir en su cultura. Quizás, simplemente, le envidian su felicidad.

jueves, 14 de julio de 2016

Mi libro “El príncipe de la soledad”

El príncipe de la soledad es lo primero que logré y que creí que merecía la pena que fuera leído por los demás. Es una historia inconclusa en el texto pero que en mi mente vive completa desde hace años. Faltan sólo detalles, porque el principio y el fin, el desarrollo, clímax y final de los personajes me lo sé de memoria.
Es mi mayor proyecto como escritor hasta la actualidad, y como tal es una historia vieja. Comencé a escribirla una noche ya no sé de qué mes del año 2006. Sólo recuerdo que llovía y que no podía dormir. Las noches de lluvia desde la ventana son hermosas, merecen que se marche el sueño. Y esa noche se marchó. En un momento me surgió la idea rectora de una historia de fantasía donde el honor, el valor y el coraje aún fueran valores admirables y no anacronismos.
Me senté a escribirla. Desarrollé un buen trozo de una novela, a manera de boceto. Pero al llegar la mañana el entusiasmo se fue. Cosas que pasan. Guardé el archivo quizás con la misma disposición que pude haberlo borrado y lo olvidé. Pasaron años sin que lo recordara siquiera, años en los que me dediqué a estudiar la vida del efímero emperador Maximiliano I de México y a intentar hacerle una biografía que me dejara satisfecho. A finales del 2010, en otra noche de lluvia, me acordé de aquel texto que tenía olvidado. Encontrarlo fue una odisea dado que no recordaba ni con qué nombre ni en qué disco de respaldo lo había guardado.
Pero lo encontré y lo leí y me puse a trabajar. Desaparecí personajes y buena parte de la historia. Tan sólo un capítulo, el segundo, se mantiene casi intacto. En ese boceto no existía el juez Albram Dorogant, quien nació hasta principios del 2011 y se volvió la columna vertebral de la historia. Fue a mitad de ese año cuando la primera parte de la novela quedó terminada. La otra mitad me la pasé haciendo las correcciones de redacción y argumentales que creí oportunas.
Desde los últimos días del 2011 la novela anda dando vueltas en la red. No sé cuántas personas la han leído pero se los agradezco profundamente. A quienes me han urgido una segunda parte que no he publicado aún les pido mis más sinceras disculpas. Es, como ya dije, mi mayor proyecto literario. No siempre hallo en mí el ánimo para pasar la historia que tengo en la mente a la computadora. Entre tanto, he escrito otros libros, a los que tengo la estima suficiente como para poner a disposición de los lectores.
El día que publique la segunda parte de El príncipe de la soledad será porque creo que es lo mejor que puedo dar a mis lectores, que a la vez será mi forma de darles las gracias por leerme sin conocerme. Gratitud para lo que un escritor no encuentra palabras suficientes. Porque creo, sin temor a equivocarme, que lo mejor que un escritor puede hacer por sus lectores, sean muchos o pocos, es escribir lo mejor que puede.

domingo, 10 de julio de 2016

La poesía como desahogo del alma

Yo no creo que exista un género literario donde un escritor ponga tanto de sí como la poesía. Es cierto que muchos autores tienen la costumbre de disfrazarse de sus personajes en alguna novela. Pero al escribir poesía uno no sólo deja allí parte de su personalidad, que es lo de menos, deja parte de su sufrimiento, de su dolor, de sus ratos más amargos. La poesía es el más bello vaso de lágrimas que pueda existir. Es como vaciarlas en un jarrón chino, mas no por eso dejan de ser lágrimas, los frutos más comunes de la vida en las vidas más comunes.
Recuerdo que en el mítico Retrato de Dorian Gray  el más mítico aún Lord Henry dice algo así como que cada libro de poesía editado es un corazón roto. Oscar Wilde, ni duda cabe,  sabía mucho de eso, lo demostró en De profundis, donde vació más dolor del que estaría permitido a un autor de su talla. Pero quizás a esas alturas a Wilde ya no le importaba exhibir su dolor. Ya lo habían demolido bastante como para dejar su amargo reproche a medias.
Algo que sin duda anima al poeta es que el género es un laberinto. Se puede llorar en él pintando las lágrimas de muchos colores. En la epístola de Wilde no le quedaba otra salida más que disparar de frente y sin rodeos a Alfred Douglas, su otrora amor que lo abandonó en sus dos años más amargos. Pero comúnmente la poesía ofrece salidas. El dolor se pierde entre lo que el poeta ofrece y lo que el lector entiende. Al final este último lo hace suyo a su modo, se identifica, se lo arrebata al poeta y lo llora para sí. De manera que ambos, poeta y lector, quedan satisfechos con ese vínculo que los une muy a la distancia, como si estuviera roto a la mitad o como si fuera una imagen que ante el espejo se distorsiona. Mas el vínculo existe: es el dolor, porque para escribir poesía hay que sentir dolor y para leerla… también.
Pero esa fractura en el vínculo, esa certeza de que “el lector nunca sabrá los detalles de mi dolor”, es lo que anima al poeta a contar sus horas más amargas. Sabe que su poesía es a la vez su biografía en rompecabezas que nunca podrá ser armada de nuevo. Y eso y sólo eso lo libera para contar su dolor. Porque no hay otra razón, la poesía ya no se vende. Si bien le va a un poeta, alguien le la suya, pero no la compra. El poeta de estos tiempos da todo lo que tiene en él por nada, su único precio es que alguien lo lea. Es el oficio que está un poco debajo de la prostitución. Porque no hay duda de que allí también se sufre y se llora, pero allí sí se cobra.

jueves, 7 de julio de 2016

La democracia, esa gran desconocida

La democracia es la forma de gobierno más popular en el mundo, quizás gracias a la propaganda que pudieran hacerle la ONU y algunas naciones desarrolladas. Pero es sólo la palabra, a la que muchas personas asocian con ir a votar un domingo  por el más carismático de los candidatos, y lo demás, sus alcances, su significado, su esencia filosófica y su lugar como la única forma de gobierno coherente con el derecho a la libertad de los pueblos carecen de aceptación.
Sin ir  muy lejos, la democracia debiera ser entendida por los ciudadanos del mundo como la forma de gobierno en que el pueblo consolida instituciones que salvaguardan su integridad moral y física y toda una gama de derechos, libertades y limitaciones necesarios no para otorgar la felicidad sino para que cada quien luche por la suya. Porque la felicidad no se deriva de un decreto sino de un logro personal. El Estado sólo puede aspirar a hacerla posible, no a repartirla.
En una verdadera democracia no puede haber caudillos. El poder es del pueblo, no de ellos, los funcionarios deben de ser eventuales y cumplir no una función simbólica sino estrictamente legal: llegas, haces tu trabajo limitado por las leyes durante un período razonable de tiempo y te vas. Pero realmente pocos países se acercan a ello.
Cualquiera podría decir que Estados Unidos sí es una gran democracia, funcional y que se acerca mucho al legado filosófico e histórico de la Antigua Roma. Sí, sin duda alguna lo es. La prueba está en que es una enorme nación donde conviven más o menos bien miembros de todas las razas y culturas del mundo (con excepción de algunas tribus perdidas), y algo así sólo puede funcionar con instituciones sólidas, serias y respetables que han logrado que el tejido social no colapse como el del Imperio Austrohúngaro.
Pero claro que esa gran democracia también tiene sus claroscuros, si bien en la presidencia no se perpetúan los caudillos (aunque Franklin D. Roosevelt hizo su mejor esfuerzo), en otras áreas del Estado no pasa así. El senador quizás más famoso de la historia reciente del país, Ted Kennedy, lo fue por una eternidad, casi el mismo tiempo que Fidel Castro fue dictador oficial de Cuba.
Alguien me dijo una vez que el hecho de que un caudillo sea popular, querido, simbólico y duradero en  su pueblo es bueno para la democracia porque la aceptación que el país le da a éste significa estabilidad. Eso desde luego es una estupidez. Yo no recuerdo el nombre del gran caudillo duradero que ha logrado que Suiza sea una gran nación de libertades y estabilidad, y no lo recuerdo porque no existe. En cambio, un caudillo que era querido, aceptado, obedecido y respetado hizo de Venezuela el país devastado que es ahora,  otro caudillo desmoronó a Alemania en la Primera Guerra Mundial y, para no variar, un caudillo aún más loco que el anterior la destruyó moral, física e institucionalmente en la segunda.
Suiza en las dos guerras mundiales carecía de caudillos omnipotentes y famosos. Y en ninguna de las dos participó. Cierto que España en la segunda sí tenía su caudillo y no participó. Pero eso no libró al país de una guerra terrible y devastadora. Los caudillos destruyen a su país. Si no hay enemigo, no importa, ellos lo son.
Y pese a que han existido terribles experiencias con el caudillismo, que es la antítesis de la democracia y que a la vez la secuestra, el mundo sigue usando de esta desconocida sólo el nombre mientras entrega cuánto poder puede a los omnipotentes caudillos.  Tan sólo en América, ¿cuántos años no gobernó a Brasil Lula da Silva?, ¿cuántos a la Argentina los Kirchner -extensiones de Perón-?, ¿cuánto ha durado el chavismo?, ¿cuánto llevan hombres como Correa, Morales y Ortega al mando de sus países?
En Europa, con excepciones tan respetables como el Reino Unido, que con todo y que es una monarquía es un gran ejemplo de democracia para el mundo, no se escapan de los caudillos. Vladimir Putin lleva ya bastante tiempo con las riendas de Rusia bien tomadas y no se le ven deseos de soltarlas. Es un tipo capaz de ir a la guerra por sus traumas ideológicos en cualquier momento, un digno continuador del régimen soviético ya sin el nombre.
Y en otros países europeos si bien no llegan a los extremos de Putin tampoco es que les guste más la democracia que el caudillismo. ¿Cuántos años y cuántas veces ha sido Silvio Berlusconi jefe de Estado en Italia?, por su parte, Nicolas Sarkozy, un hombre que ya fue y ya le tocó irse, podría volver a intentar ser presidente de Francia. Nada se lo impide. Y, no muy lejos de allí, Mariano Rajoy es presidenciable desde los tiempos de Aznar, líder de su partido, candidato de siempre y en los últimos meses Presidente del Gobierno por una formula rara que quizás él piensa que es democracia, por más que no esté muy convencido.
Así es el mundo, el civilizado, o el que se cree civilizado. Prefiere darle mucho poder y por mucho tiempo a un caudillo y esperar a cambio la felicidad, que repartir el poder en instituciones que sí funcionen, y que den justicia y seguridad, lo necesario en cualquier parte del mundo para que cada ser humano, muy a su modo, con sus miedos y sus arranques, luche por ser feliz.

lunes, 4 de julio de 2016

La sonrisa del ángel



I

Abel corría y lloraba de rabia y de dolor. La calle era un infierno. Pero no tenía más a dónde ir. No tenía padres, ni hermanos y quizás ni amigos. Los otros niños de la calle, con los que solía juntarse,  sus probables amigos, a veces lo insultaban y lo golpeaban. Así era la calle, así tenía que ser, según le habían dicho los más grandes. También corría para escapar de la lluvia. Estaba furioso, “sus amigos” le habían robado una chamarra que él había tenido la precaución de robar la mañana anterior, previendo la lluvia y el frío de la noche.
Cuando pasó debajo de un puente, vio a anciano vagabundo dormido, junto a sus cosas. Se acercó un momento, tomó una vieja bolsa y emprendió la huida. Pero antes de que se alejara, escuchó la voz del anciano:
–Allí no hay nada importante. En esta otra bolsa tengo comida. Róbame ésta, por favor. Te servirá más.
Abel volteó sorprendido. Quizás el viejo quería hacerle algo, e intentaba distraerlo para atraparlo y recuperar la otra bolsa, para después castigarlo con una buena paliza. Ya había tenido experiencias similares y no pensaba dejarse.
–No soy ningún tonto, viejo idiota –le gritó.
–Ah, ya veo. Entonces toma la bolsa –dijo el viejo y se la lanzó–. Ya está fría. Pero ojalá la disfrutes.
Acto seguido, el viejo volvió a recostarse en sus pedazos de cartón y cerró los ojos. Abel se fue y, unas cuadras más adelante, abrió la primera bolsa y, como había dicho el viejo, no halló nada importante en ella, más que una gorra ya muy maltratada. En la otra, por el contrario, encontró una torta de bistec y una botella de refresco a medio llenar, sin gas, pero dulce.
A la mañana siguiente, decidió ir a devolverle su gorra al viejo. A él no le servía para nada. Fue hasta el puente y no lo encontró. Decidió dejarla debajo de los cartones en que el viejo dormía. Los levantó y vio allí otra pequeña bolsa, con un billete dentro que podía servirle para comprar cinco tortas y cinco refrescos. Era, sin duda, del viejo. Sacó el billete se la bolsa y se lo guardó. Pero mientras caminaba sentía una extraña sensación. No era la primera vez que robaba, lo había hecho ya muchas veces y todos los otros niños y los adultos con los que había convivido, desde que tenía memoria, jamás le habían dicho que robar fuera malo. Lo hacían como algo natural, incluso se divertía cuando le arrancaba a una señora su bolsa y un gordo policía trataba de alcanzarlo. Robar era necesario para vivir. La vida lo exigía. Pero, entonces, ¿por qué sentía esa extraña sensación?, ¿qué tenía de malo robarle ese billete al viejo? Sin saber por qué lo hacía, regresó, dejó el billete en su lugar y también puso allí la gorra. Se fue, y el resto del día se sintió un idiota, y más aún porque pasó mucha hambre. No sabía por qué había actuado así, y ya entrada la noche creyó que el único lugar donde podía entender mejor las cosas era debajo de aquel puente. Regresó y allí estaba el viejo.
–Te estaba esperando –dijo éste, sonriéndole.
–¿A mí?
–Sí. Por eso compré unas tortas –añadió el viejo, señalando un pedazo de madera sobre unas piedras, a manera de mesa–. Te invito a cenar.
–Estoy confundido –dijo Abel–. Me siento muy raro.
–Lo sé.
–¿Cómo lo sabe?, ¿es brujo?
–No, pero conozco demasiado al ser humano. Y tú eres uno de los más maravillosos que he visto. Algún día, serás un buen hombre.
–No sabe las cosas que he hecho.
–Robas porque eres un niño, porque apenas estás conociendo la vida y porque sólo eso te han enseñado. A mí no me molesta eso. Robas cosas, y cosas que a veces no hacen mucha falta.
–¿No es malo robar? –dijo el niño.
–Comúnmente no es bueno. Pero no todas las personas que roban son malas, ni mal intencionadas, ni perezosas, ni hipócritas.
–¿Y cómo sabemos cuáles son los ladrones malos y los ladrones buenos?
–Te lo explicaré con unos ejemplos. Un asesino es un ladrón de vidas y es muy malo, porque roba algo que no puede devolver de ninguna manera y lo sabe. Roba algo tan especial, tan importante y tan amado, que cuando roba una vida, crea un vacío en el mundo, un vacío imposible de llenar jamás.
–Entonces, ¿sólo los asesinos que roban vidas son malos?
–No –dijo el viejo, con una tenue sonrisa–. Hay muchos tipos de ladrones malos.
–¿Por ejemplo?
–Se me ocurre un político. Ellos, que comúnmente no hacen ni la mitad de la mitad de la mitad de lo que prometen hacer, cobran un sueldo. Y como no cumplen lo que prometen, están robando a las personas trabajadoras que pagan impuestos. Son ladrones malos porque cuando se les termina un puesto buscan otro y otro y otro. Quieren que el pueblo los mantenga toda la vida. Son hipócritas y malagradecidos. Saben que roban pero que su robo no es considerado un delito, y por eso siguen robando.
–¿Y yo qué tipo de ladrón soy? –dijo el niño, bajando la mirada.
–Eres un ladrón bueno –dijo el viejo–, porque a robar te obligan las circunstancias, pero tienes un gran don, uno de los más maravillosos que tiene el ser humano.
–¿Yo…?
–Eres agradecido. Respetas a quien te hace un bien. Y el mérito es más grande debido a que no te lo han enseñado. Pero el ser humano tiene esas grandes capacidades, de aprender los sentimientos que nadie le inculca siempre y cuando se deje lleva por lo que le dice su corazón.
–¿Por qué dice eso de mí?
–Porque el billete no estaba doblado –respondió el viejo–. Lo encontraste, lo tomaste, pero después tu corazón te habló de agradecimiento hacia mí por la cena de anoche, entonces lo devolviste, junto con la gorra que también me viniste a devolver.
El niño no sabía qué decir, desviaba la mirada para no ver al viejo.
–Hay una gran diferencia –continuó el viejo–, entre el ladrón que ya no quiere hacer otra cosa, porque quiere que el trabajo de otros lo mantenga y antepone ese egoísmo a cualquier argumento, y el ladrón que roba una vieja gorra, tan sólo porque piensa que es comida.
El niño por fin buscó los ojos del viejo.
–¿Cómo se llama?
–José.
–Yo me llamo Abel, o así me dicen. Creo que ése es el nombre que me pusieron.
–Estás tortas sí están calientes –dijo el viejo–. Pero si seguimos platicando, se van a enfriar.
Se sentaron a la “mesa” y empezaron a cenar, el niño con un apetito feroz y el viejo con movimientos lentos y pausados, como esperando que su torta no se fuera a terminar nunca.
–¿Y usted por qué está aquí? –preguntó el niño–. Parece un hombre sabio.
–Hay verdaderos sabios que han terminado en peores lugares –respondió el viejo–. La vida es tan compleja que jamás pensamos lo que nos puede llegar a reservar.
–Pero ¿acaso no tiene otro lugar dónde vivir?
–Abel, ha sido tan larga la vida de un hombre viejo, que es imposible encontrar la puerta del laberinto que lo llevó a vivir debajo de un puente. Mejor, cuéntame tú, ¿qué planes tienes?, ¿qué harás? Yo ya tengo un breve camino por recorrer, pero el tuyo es muy largo todavía.
–No sé –respondió el niño, sin pensarlo mucho–, supongo que seguir igual. ¿Qué puedo hacer?
–Se pueden hacer muchas cosas. La vida, como ya te dije, es muy compleja. ¿Sabes algo de tu familia?
–Nada –dijo el niño, triste–. De mi papá no recuerdo nada, y recuerdo muy poco de mi mamá. La atropellaron.
–¿Dónde?
–No recuerdo. Acabábamos de llegar.
–¿De dónde?
–Es que ya no me acuerdo, y ya no me quiero acordar. No he pensado en eso. Yo era muy niño. Ya casi se me olvida todo.
–Sé que no lo quieres recordar –dijo el viejo–. Yo tampoco querría recordarlo. Pero si recuerdas, tal vez se pueda encontrar algo. ¿Sabes el nombre de tu mamá?
El niño meneó la cabeza.
–Llegamos en un autobús –dijo–. Era amarillo y ya muy viejo. Eso lo recuerdo bien porque justo después de que nos bajamos… Y no recuerdo más.
–Pero eso es importante –dijo el viejo, sonriendo muy amablemente. A Abel le gustaba esa sonrisa–. Nos dice mucho sobre tu origen. El autobús los bajó a ti y a tu madre en una avenida y era viejo. Eso indica que venía de un pueblo cercano, porque los que vienen de un lugar lejano, de otra ciudad, nunca bajan más que adentro de la central y tienen buen aspecto siempre. En cambio, éste dices que era viejo y los bajó en otra parte. Seguramente, como ya te dije, venía de un pueblo que no está muy lejos de aquí. Quizás allí viva alguien  que te está esperando. Ahora debes de tener cerca de diez años, y el hecho de no recordar el nombre de tu madre indica que cuando ocurrió eso tú tenías no más de tres. Averiguar de dónde venían los autobuses de color amarillo en esa época sería de gran ayuda. Nos acercaría a tu pueblo.
–No sé… –dijo el niño.
–Te entiendo, le temes a  albergar una esperanza inútil y a una posterior decepción. Pero ten siempre muy presente que las esperanzas, por pequeñas que sean, suelen ser el alimento de la felicidad. Tenemos que seguirlas, sin temerle a un golpe terrible. Para alguien que cree en el amor a sus seres queridos, una esperanza es lo más parecido a un tesoro.
–Mejor dejemos así las cosas –dijo el niño–. Usted mismo dijo hace un momento que la vida no se devuelve.
–Entiendo –fue la respuesta del viejo–. Pero te invito a quedarte unos días conmigo. Creo que hay algunas cosas que podría enseñarte.
–Está bien. Pero después me iré.
–Eso es normal, la gente siempre termina yéndose. Pero tú no te fijes en eso, porque lo importante es lo que hace mientras aún está.

domingo, 3 de julio de 2016

Las lágrimas del ángel sin alas

Tengo cierta fascinación por los ángeles en sus diversas modalidades. Me fascinan los de piedra, con sus bellas alas, y cada que puedo los integro a mis narraciones. Pero aún más me fascinan esos ángeles que no parecen lo que son. Escribí un cuento titulado “La sonrisa del ángel”, cuyo protagonista es un ángel que nunca enseñó las alas, sólo su sonrisa, y que alguien ya en inglés comparó con “El principito”.  Me alegro aunque no tengo ni una pizca de la vanidad necesaria para sugerir siquiera que sea cierta tal similitud. Pero me es grato que a la gente le agrade lo que escribo. Hoy dejo aquí otro poema al que le tengo un especial cariño, también sobre ángeles, pero no de piedra, aunque me gustan mucho, sino de esos sin alas que tanto nos suelen ayudar.


Las lágrimas del ángel sin alas


Un ángel lloraba en un rincón de piedras,
y profería palabras en un idioma extraño.
Yo le dije a un cuervo: “¿qué nos dice el ángel?”
Y el cuervo voló hasta enfrentar su mirada.

En jergas extrañas que yo no entendía,
el cuervo y el ángel desnudaron almas.
Yo dormí las horas que el cuerpo pedía,
cerca de los seres, en otro rincón.

Vino el cuervo a verme, picoteó mi cara,
desperté sufriendo por el frío invernal.
“¿Qué te dijo el ángel?”-le pregunté al negro-,
él volteó su rostro y se puso a llorar.

“Yo no tengo alas, no puedo volar”,
eso dijo el ángel, antes de morir.
“¿Por qué lloras tú?” -interrogué al cuervo-,
y el ave misteriosa, inmune a aquel frío,
se apresuró a decir:
“Yo sí tengo alas, sí puedo volar,
pero ángel no soy,
ángel es un guía de paz y bondad,
yo soy sólo un cuervo,
sólo una criatura en la oscuridad”.

sábado, 2 de julio de 2016

Mi poema: “Ése se parece a mí”

La poesía es algo que en mi caso surge y se concreta en un momento. No es como una novela o un ensayo que se planea por meses, se desarrolla y se corrige a veces con intervalos largos en los que el texto no se toca para nada. Escribo poemas más bien cortos que nacen, en honor  a la verdad, en momentos de ánimo decaído. Nunca he corregido un poema meses después de haberlo escrito. Mis poemas son de minutos; el retrato de un instante en que el alma, si es que está allí, no se siente del todo bien. Añado que todos mis poemas con el título de “Música para las criaturas de la noche” están a la venta de Amazon. Pero como la poesía se vende menos que poco en estos tiempos en que la gente se conmueve con otras cosas, prefiero darla a conocer aquí. Mi poema “Ése se parece a mí” es un viejo y triste recuerdo al que le tengo un especial cariño. Porque dichoso es aquel que con el tiempo aprende a amar sus viejas lágrimas.

Ése se parece a mí


Ese que va por ahí,
dominado por el frío,
parece llorar sin lágrimas,
se nota que duerme poco,
se habrá metido en buen lío.

Ese que camina solo,
el de mirada extraviada,
puede ser que sufra mucho,
quizás no le queda nada.

Ese que anda tan ausente,
que no sabe a dónde va,
parece que no ve al mundo,
ni siquiera ve a la gente.

Sé que tiene mucho frío,
le caería bien un buen té,
para calentar su cuerpo.
Creo ya no toma café.

Ese que va por ahí,
con la mirada tan triste,
el que sufre desde siempre,
ése se parece a mí.

viernes, 1 de julio de 2016

Mi libro “Juárez en el Convento de las Capuchinas: la reunión secreta con Maximiliano”

Mi primer libro terminado, aparte de algunos pequeños cuentos y poemas, fue una biografía del que fuera emperador de México con el apoyo de la Francia del Segundo Imperio, Maximiliano de Habsburgo, o de Austria. Uno de tantos, porque desde el emperador Maximiliano I, el que tuvo el tino de casar a su hijo Felipe con la hija de los Reyes Católicos y así lograr que su familia se apoderara de medio mundo, Maximilianos hubo a montones en esa dinastía.
El que optó por hacerse mexicano fue uno de esos tantos nacido en 1832, nieto de Francisco I de Austria, el Habsburgo al que le tocó padecer a Napoleón. Francisco era de hecho segundo, como monarca del Sacro Imperio Romano Germánico, pero el torbellino napoleónico lo obligó a desaparecer la ancestral monarquía, inventarse una nueva y darle al Gran General una hija para apaciguarlo. Pero ni así lo logró. Napoleón le quitó mucho.
A cambio recibió del corso un pequeño niño rubio al que despojó del nombre y el apellido de su padre, e incluso del idioma francés por algún tiempo. Lo educó como un archiduque de Austria y lo quiso, según se sabe, mucho. Era su nieto. Ese niño rubio al que toda Europa quería conocer porque era hijo de Napoleón Bonaparte fue el duque de Reichstadt, quien no tuvo tiempo de hacer más mérito que el de ser hijo de quien era porque murió muy joven.
Pocos días antes de su muerte nació el que sería Maximiliano I de México, a quien los chismes le atribuyeron como hijo debido a su cercanía con Sofía de Baviera, la madre del niño y esposa de su tío, el archiduque Francisco Carlos. Este niño fue el segundo del matrimonio entre el archiduque y la princesa bávara. Y eso de segundo lo imposibilitaba para acceder al trono familiar. El privilegio le correspondía a su hermano mayor, Francisco José. Por eso y sólo por eso, para hallar un trono como remplazo del que su puesto en el orden de nacimiento le había quitado, emigró a México.
Durante el 2008, 2009 y principios del 2010 estudié en la medida que mi tiempo libre me lo permitía a este personaje, a su contexto y a su época.  Mi intención era escribirle una biografía que terminé si mal no recuerdo a finales del 2010. Pero una vez concluido el libro terminó por no agradarme. A mi juicio algo le faltaba, requería una minuciosa revisión y si era necesario reescribirlo en su mayor parte. Algo que nunca hice.
Me ocupé en otras cosas, y mi tiempo libre se me fue escribiendo la novela “El príncipe de la soledad”. Pasaron los años y aunque seguía escribiendo cada que podía, poco me llamaba la atención revisar aquel mi primer libro. Sólo alguna vez lo revisé un par de horas, y leyendo una de las líneas de los últimos capítulos, me vino una idea a la cabeza. Debido a que Maximiliano quiso desde antes de llegar a México hasta poco antes de su muerta entrevistarse con Juárez, yo escribí que esa entrevista que nunca ocurrió estaba reservada para quien la quisiera desarrollar como novela histórica.
Y decidí hacerlo yo. Creía dominar el tema. Había estudiado mucho a ambos, a Juárez y a Maximiliano. También sus épocas, sus contextos, sus personajes allegados, sus personalidades y sus gustos. Me sentía con el conocimiento suficiente como para escribir una novela en la que ambos rivales se enfrentaran en un escenario ya de por sí muy tenso: la noche previa al fusilamiento de Maximiliano.
Durante semanas dejé hablar a ambos con sus mejores argumentos, sin ponerme del lado de ninguno. No son hombres de mi época, ningún laso me liga a ellos más que el interés cultural. Cuando terminé, la novela me gustó mucho. Quizás porque creo haber logrado un encuentro entre caballeros, entre dos hombres enfrentados por las circunstancias pero políticamente similares en su forma de pensar. Los acerqué lo más que pude. Tal vez desde su tumba el intransigente Juárez me aborrece por ello, pero el noble y emocional Maximiliano, si es que lo conozco bien, me da las gracias desde la suya.