jueves, 30 de junio de 2016

Votar, la parte triste de la democracia

Conozco a muchas personas a quienes les hace ilusión votar. Esperan ese domingo como un día importante, algo parecido a una fiesta familiar. Y van y votan. Son apenas una persona del montón que sumado a miles, a cientos de miles o a millones le dan a alguien poder, poder sobre nosotros los tristes mortales, que pagamos impuestos, toleramos los errores de la justicia y sabemos que, a diferencia de la mayoría de políticos que piden nuestro voto, no somos inmunes a ella, a la justicia o a ese monstruo que se disfraza de ella.
Quizás a la gente le gusta votar porque en ese momento la persona que aspira a ser importante depende de él, del votante. Quizás se experimenta un placer al momento de decidir, de saber que esa X puede convertir a alguien que nos ha dado la mano y visto a los ojos con una sonrisa en un personaje que pasará a la historia.
Lo malo es que allí termina todo, esa hermandad sentimental entre candidato y votante es tan frágil que una vez que la entidad encargada publica los resultados se termina, el votante pierde todo el poder. La persona que pide el voto sólo se parece en el físico a la que después gobierna. Son tan diferentes. Hasta los más populistas, que no se alejan jamás de los votantes, cambian radicalmente.
Eso tiene una explicación lógica. Es fácil que millones le den mucho a uno. Pero es imposible que uno le dé a millones todo lo que quieren. Y es que la gente no siempre vota por un modelo político que ha analizado bastante y lo quiere para su país. El voto es una especie de “te doy y luego me das”.
Lo mejor que puede pasarle a una democracia es que al político ganador se le olvide la segunda parte del trato. Cuando el candidato ganador y agradecido se propone dar y dar, mediante quitar, pasan tragedias estilo Venezuela o cosas peores, porque las hay.
Votar no es un componente de la democracia. Es un factor aislado a ella, una parte del maquillaje que la caracteriza. El voto es  un recurso de los políticos para enriquecerse más que de los ciudadanos para gobernarse. Porque una vez que se vota con frecuencia se acaba el poder del pueblo. Además, votar también significa ponerse a la altura del que quiere que el gobierno lo mantenga, del que cambia su voto por una despensa, o de quien se cree las mentiras más estúpidas y absurdas. Votar, la mayoría de las veces, es renunciar al intelecto, a la libertad de estar en contra de lo más podrido. Por eso yo no voto. Y quizás ya no lo haga nunca. Renuncio a que mi poder y mi derecho como hombre libre valga tan poco.

miércoles, 29 de junio de 2016

¿Qué tan importante es un gobierno?

Mucho. Naturalmente. La anarquía total anula por completo toda posibilidad de defender nuestros derechos y libertades. La ley y un buen gobierno que la aplique es imprescindible para que toda persona que quiera ir por la vida respetando, haciéndose respetar y viviendo a su total antojo tenga éxito.
Un buen, y limitado, gobierno lo es todo. En los países en que el gobierno funciona las personas que sólo quieren vivir y dejar vivir tienen una existencia relativamente feliz. Con una autoridad limitada a ser imparcial, a ponerse del lado de las víctimas, a realizar juicios justos, a castigar a los malos y defender a los buenos las cosas funcionan sino de maravilla sí bien.
Así de simple. Para eso sirve un gobierno, para establecer una serie de reglas a las que todos nos tenemos que alinear para que las cosas funcionen. Un buen gobierno no es una madre ni un padre, es un juez que a todos nos juzga por igual, y consolida las bases para que todos los componentes de una sociedad tengan como prioridad el respeto a un contexto humano que tiene derechos inalterables sea cual sea su condición social, religión, preferencias sexuales u origen étnico.
¿Por qué hay millones de seres humanos queriendo emigrar a Estados Unidos y no a Cuba, Venezuela o Corea del Norte? Por eso precisamente. Porque un país que defiende los derechos y las libertades de cualquier persona es el tesoro más grande que un hombre libre puede hallar sobre la tierra.
El problema empieza cuando surgen los gobiernos que se toman el papel mucho más allá de los límites que la lógica impone. Gobiernos que se sienten padres de familia, que se ponen del lado de un sector de la sociedad no sólo ignorando sino tratando con hostilidad al resto. Existen países en que los gobiernos dividen a la sociedad de tajo; unos, sus seguidores, votantes y aspirantes a un subsidio vitalicio son los buenos, a los que hay que dar todo, repartir a manos llenas, sin importar el abuso en el ejercicio de la pereza que éstos hagan. El resto son los malos.
Y en países así la vida es un infierno. Porque el gobierno no es aquella figura que se limita a imponer un orden de respeto mutuo. Sino que se vuelve enemigo de un sector de la población, hace imposible la convivencia, dándoles por puros traumas ideológicos la razón a unos y criminalizando a otros, cuando no debería ser su función.
Un gobierno en el que los políticos se sienten estrellas de cine, adictos a las cámaras,  padres de sus votantes, enemigos de quienes no los votan y figuras omnipotentes que pueden encarnar los tres poderes del Estado en sí mismos para dar y repartir justicia o cárcel según sus convicciones, es lo más cercano a la total ausencia de gobierno, es lo peor que le puede pasar a un pueblo y trae consecuencias terribles. Países donde sus gobernantes se sienten soldados en plena guerra que gritan y despotrican contra todo lo que les gusta son un buen ejemplo de ello.

sábado, 25 de junio de 2016

El mundo cambia para bien, y para mal

Justo ahora el mundo está asustado. Pasan cosas alarmantes. El Reino Unido ha decidido marcharse de la Unión Europea, el islamismo terrorista campa a sus anchas en el mundo libre y un tal Donald Trump, un radical, podría convertirse en presidente de los Estados Unidos. Lo de Trump resulta alarmante porque todo el mundo quiere como jefe de Estado del país más poderoso del mundo a un hombre sensato y él no lo es.
Quizás muchos filósofos e intelectuales han muerto pensando que Estados Unidos, pese a sus muchos problemas derivados de su diversidad cultural y a su status de hiperpotencia, no le daría jamás el poder a un radical. El país ha tenido presidentes de muy distintos colores, algunos con proyectos megalómanos que costaron caros al mundo. Hubo hombres peligrosos en la Casa Blanca, como John F. Kennedy, quien tenía que estar drogado y teniendo sexo para sortear los problemas de la etapa más caliente de la Guerra Fría, o Harry Truman, quien decidió que prefería liquidar a miles de inocentes en unos segundos que a un millón de soldados en un año, o Franklin Roosevelt, quien olvidó que era presidente de la mayor democracia del mundo y se creyó líder imprescindible y vitalicio a la manera de Hugo Chávez.
Es cierto, los presidentes yanquis no siempre han sido buenos ni inteligentes. Pero esa gran potencia nunca le ha dado el poder a un hombre completamente loco. Los más sólo lo estaban a medias. No obstante, comprendían un poco las limitaciones del poder y su papel de líderes del país que velaba por la libertad y la seguridad del mundo, pese a sus muy arraigadas intenciones ventajosas que pudieran tener. El patriotismo es una enfermedad nociva  para todas las naciones ajenas al patriota, e incluso, algunas veces, para la suya.
Pero no todo es malo en el mundo ni las democracias se inclinan en masa hacia los locos. Los argentinos le han dado la oportunidad a Mauricio Macri, un hombre que, si muy bien le va, podría ser una versión latinoamericana de Ronald Reagan, y si mal le va al menos algunos ya lo respetamos, porque es un presidente que, como pocos, no ha demostrado la típica obsesión presidencial de enriquecer y dar más poder a ese monstruo tragadinero que es el Estado, desde arriba hasta abajo. El mexicano Felipe Calderón era, al parecer, un presidente sensato. Pero una de sus principales preocupaciones fue hacer más rico al Estado, porque él, a fin de cuentas político, quizás lo veía como su empresa.
También los peruanos se han inclinado por Pedro Pablo Kuczynsk. Otro liberal que podría hacer las cosas bien.  Latinoamérica merece hombres así. El chavismo ya tuvo su oportunidad y dio al pueblo a cambio de su confianza hambre. Parecía extender sus garras hacia todo el sur del continente, pero las elecciones de Macri y Kuczynsk muestran que los medios de comunicación funcionan más o menos bien, que el chavismo ya no pudo ocultar la miseria que produce como sí hacia la URSS.
Y hablando de la URSS y lo que significó, en España, un comunista radical, Pablo Iglesias, podría llegar a ser presidente del gobierno. Mientras unos pueblos votan para bien otros ponen el cuello debajo de la navaja de la guillotina. Así pasa. ¿Qué se le va a hacer? La situación inestable que intimida ahora al mundo, con esa manía de los electores a inclinarse por caudillos locos que se creen imprescindibles, me recuerda un pasaje de La columna de hierro, de Taylor Caldwell. Cuando Cicerón ve por primera vez a Octavio, apenas un niño, en su mirada de león comprende que será un tirano. Y se limita a pensar: “Nacen en todas las generaciones, y en cada generación tenemos que combatirlos”. Así sea.

viernes, 24 de junio de 2016

China, ¿el nuevo imperio del mundo?

Son ya muchos los que dicen que China en poco tiempo será el nuevo imperio dominante en el mundo. Y razones para creerlo sí que hay muchas: China está presente en todos los continentes, en inversiones económicas gigantescas y en población. Cualquiera le puede pedir a China, ese país no tiene un límite para prestar aunque tiene bien ganada su fama de usurero con garras de tigre. Porque China, a diferencia de la extinta URSS, no regala nada a sus países afines, presta y pone condiciones draconianas para asegurar sus cobros y sus beneficios.
La URSS repartía recursos a todos los países comunistas o tirados a izquierda muy lejos de sus fronteras. Repartía su poder. Pero China, que se apropió de los huérfanos de los soviéticos, no quiere darles poder sino el poder para sí. Y de que ese poder seguirá creciendo no hay duda, de que a China le espera un prolongado período como hiperpotencia tampoco. De hecho, en algunos aspectos, ya lo es.
La única pregunta que queda por revelar es si China se colocará por encima de Estados Unidos y será el gran imperio dominante en todo el globo. La realidad es que de eso hay muy pocas posibilidades, pese a los problemas políticos y económicos del coloso norteamericano. Por cuestiones de etapas cualquiera diría que sí, que ya le toca a China. Mientras que la hegemonía de los yanquis apenas lleva un siglo casi justo, Roma fue el jefe del mundo por muchos siglos, pero eran otros tiempos.
Si vemos la historia, el reinado de España no duró tanto, ni siquiera todo el período de los Austrias. El imperio empezó con Carlos I y ya era un esqueleto desarmable a la muerte de Carlos II. El reinado de Francia tampoco duró tanto, y ni siquiera llegó a ser un imperio hegemónico en el terreno político y militar más que en los pocos años de Napoleón I. Francia fue un gran imperio exportador de cultura, cosa que, eso sí, se le agradece.
En tanto que el reinado de los Estados Unidos inició al concluir la gran guerra. Ya casi hace un siglo de eso. Y en estos tiempos en que todo gira mucho más rápido que antes, es lógico suponer que a los yanquis ya les toca ceder el cetro. No es algo descartable, pero sí lo es el hecho de que lo vaya a tomar China.
Porque China no es un país atractivo, y no hablo de sus ruinas arqueológicas ni de sus ciudades. Estados Unidos llegó a ser el gran imperio porque fue y es atractivo para todo el mundo. En un país con libertades y con una estructura política funcional y al alcance de todos, donde cualquiera querría vivir. Esas oleadas de emigrantes de los siglos XIX y XX, que llegaban de Europa buscando libertad y una igualdad ante la ley que allá no tenían, consolidaron ese gran país de derechos y libertades.
Pero China no es así. Nadie quiere vivir allá dada su fama de país represor ante cualquier disidencia. Es decir, China se antoja por su dinero a los gobiernos con problemas económicos, pero desagrada a los ciudadanos por su política.
El único camino que le queda a China para consolidarse es el que de hecho ya tomó hace mucho: metérsele a los gobiernos por sus deudas, aplicarles clausulas ventajosas para quienes quieran su dinero y llenar esos países de empresas chinas y de chinos. Porque China no está para importar población sino para lo contrario.
Eso evidentemente creará una enorme dependencia del mundo hacia el gigante asiático, indudable, pero lo descartable es que éste pueda imponer su férrea disciplina como si el mundo fuera su colonia, por más que sus líderes lo sueñen.
El modelo chino no se le antoja a nadie, después de los Estados Unidos, la sensatez impone a  fijarse en Canadá, Australia, inclusive en Singapur. Al mundo le gusta la libertad, al de izquierda y al de derecha. Y China no la ofrece. Es un país atractivo para el mundo casi desde que por allí sentó sus reales Marco Polo y luego lo relató, posee una cultura milenaria adornada con un arte bellísimo. Pero todo eso se pierde ante un gobierno heredero y fundado con el más puro totalitarismo. China seguirá siendo un país muy rico y poderoso, pero no tiene el atractivo para que el mundo lo tome como el imperio de moda. ¿Pretenderá apropiarse de ese privilegio por medios radicales, como la fuerza?

miércoles, 22 de junio de 2016

¿Cómo estaría Venezuela si viviera Hugo Chávez?

Mal.  De eso no hay duda. La situación del país sería muy similar a la que tiene ahora con Nicolás Maduro. Algunas cosas desde luego que estarían diferentes, pero en general mal. La inestabilidad económica del país no guardaría cambios sobre la actual, la real, la terrible. Porque la asfixiante crisis venezolana vigente la sembró y la cultivó Chávez. Que a nadie se le olvide. Cosechó apenas unos frutos porque la muerte le impidió recibir encima todo el peso de su obra.
Maduro no es más que el depositario de una herencia, un fruto envenenado que recibió con orgullo y honor. No puede renegar de él ahora, el país se le heredó paternalmente el Comandante con el modelo económico a seguir bien definido. Supongamos que repentinamente Nicolás Maduro es poseído por la sensatez de Ronald Reagan o de Churchill, que de un momento a otro lo comprenda todo, sepa y entienda que como patriota venezolano llegará a ver mucho más sufrimiento en su pueblo si perdura el modelo económico actual, que sólo tenía dos soportes: petróleo y un populismo exitoso, y caídos ambos, el petróleo con sus bajos precios y el populismo con la muerte de Chávez, Venezuela no tiene salvación. No la tiene por lógica, por estadísticas, por cálculos matemáticos y por lo que se quiera y se le busque. ¿Qué haría Maduro? Sencillamente nada. Como heredero de un régimen envenenado que se cimentó sobre el odio al libre mercado, y sobre un nacionalismo fanático que secuestró a Bolívar para usarlo como bandera no se permite la menor disidencia.
Si Maduro llegará a comprender la realidad de las cosas no haría nada en favor de su pueblo. Chávez y su comunismo reformado lo son todo para él. Allí no hay economía ni cálculos ni sensatez, allí hay fanatismo y con eso lo pretenden resolver todo. Así de simple. Además, siendo sinceros, a Nicolás Maduro se le ve bien alimentado, él seguro no pasa hambres, no se forma horas y horas para adquirir productos de lo más básico. Quizás si algo le quita el sueño no es el presente ni el futuro inmediato de Venezuela, sino su lugar en la historia. Los futuros chavistas lo usarán como chivo expiatorio -incluso algunos ya lo usan- para salvar a Chávez, de quien dirán que todo lo hizo bien, lo echarán a él a la hoguera, dirán que fue el que dinamitó una grandiosa herencia.
Pero Maduro no es el problema. El problema es el chavismo. Chávez y su ejército de adictos construyeron un régimen en Venezuela de lo más primitivo donde sólo hay malos y buenos. Los buenos son ellos. No existe allí una media hora de meditación semanal en la que piensen “quizás somos malos”. No, son buenos. Ellos están seguros de eso, y porque son buenos desde el principio han tomado decisiones radicales, cortes de tajo, nada a la mitad. El problema es que la economía global requiere flexibilidad absoluta para funcionar. Las cuerdas muy tirantes no gustan a nadie cuando se trata de negocios. Pero eso los chavistas no lo saben, ni lo quieren saber, allí la patria, Chávez y Bolívar lo son todo, y eso, creen, les da derecho a todo. Pretenden comportarse como si el mundo libre, al que odian, fuera a permitir que un régimen que añora el totalitarismo le pusiera caprichosamente reglas.
Los chavistas también, quizás muy a su pesar, se guardan el derecho a ejercer la corrupción. Son buenos, muy buenos, pero precisamente por tanto bien que quieren hacerle al pueblo -proceso que ya lleva más de tres lustros y cada vez va de mal en peor- se reservan el privilegio de ser un poquitín corruptos. Es justo cobrar mucho por tan descomunal esfuerzo, ¿no? Además, la Revolución tiene enemigos. No vaya a ser que la revienten y por si acaso hay que tener por allá en el extranjero unos cuantos miles de millones de dólares -más confiables y mucho más valiosos que los muy amados pero devaluados e inseguros bolívares- para vivir como reyes exiliados toda la vida y viajar de allá para acá despotricando contra el libre mercado y llevando a los pobres del mundo la imagen de San Hugo.
Pero eso es el chavismo en su más pura esencia: corrupción, fanatismo, insensatez absoluta y hasta cómica en materia de economía, nacionalismo de los más primitivo -que ellos dicen que es patriotismo- y un populismo aniquilado desde la medula por el maldito petróleo que bajó de precio. Si Hugo Chávez viviera la situación siniestra del país sería la misma. Pero, cierto, quizás habría en algún sector de la población un poco menos de rabia hacia el gobierno. Porque a Chávez sólo una cosa le funcionaba, las arengas paternalistas o bravuconas, según para quien fueran, y a Maduro, que también echa mano de ellas, ni eso le funciona.

viernes, 17 de junio de 2016

Hoy iniciamos algo: un blog

Quizás algún día escriba una entrada titulada "Hoy terminamos con algo: un blog", porque todo inicia y todo termina: el secreto de una evolución que tanto tememos y que, a veces, tanto disfrutamos. Soy Adam J. Oderoll, liberal y librepensador, amante de la historia, adicto a tomar café, a admirar el arte y a leer cuando llueve y hace frío novelas policíacas, entre muchas otras cosas.
Soy escritor, he publicado desde el 2011 la modesta cantidad de ocho libros, en este orden: "El príncipe de la soledad" (novela de fantasía), "La arquitectura de los poderosos" (ensayo), "Juárez en el Convento de las Capuchinas" (novela histórica), "El político: el oficio indigno" (ensayo), "Sherlock Holmes tras la joya de Dantés" (novela policíaca), "El amigo del sicario" (novela negra), "Música para las criaturas de la noche" (poemario), y "La sonrisa del ángel", traducida por encargo mío y ya a la venta en inglés.
He creado este blog para hablar sobre mis libros y otras cosas que me interesan. Un blog personal hoy en día es sinónimo de libertad. Uno escribe lo que quiere y cuando quiere, de acuerdo a su total criterio. Toco mucho el tema de lo importante que es la libertad porque en efecto lo es, es el bien más preciado que puede tener el ser humano, y porque los Estados evolucionan día a día en la línea de erradicarla.
En mi libro "El político: el oficio indigno", hago un desmesurado énfasis en el terrible futuro que nos espera si permitimos que los políticos, que ya tienen un comportamiento alarmante, consoliden sus deseos de controlarnos. Porque eso quieren. El mayor deseo de la clase política incluso en las democracias más funcionales es el enriquecimiento del Estado al costo de un estricto control sobre la sociedad y sobre su dinero.
En su ensayo de despedida, que a la vez es su herencia al mundo, titulado "El mundo de ayer", el gran maestro Stefan Zweig nos habla de esa época en la que el Estado nos dejaba vivir en paz, se conformaba con poco de nuestro dinero y se limitaba a vernos de lejos ser libres. Pero ése fue, tal como lo dice Zweig, el mundo de ayer, porque en el de hoy el Estado es diferente, nos utiliza y nos quiere como esclavos. Los seres humanos que amamos la libertad sencillamente le estorbamos. Sea pues también este blog una trinchera desde donde abogaré por nuestro más grande derecho: ser libres.