En el mes de noviembre publiqué el libro electrónico ¿Qué le espera al mundo con Donald Trump?,
donde hago hincapié en las motivaciones patriotas que lo mueven, ésas que lo
están llevando a tomar medidas radicales para con su vecino del sur, las mismas
que desde luego no son una sorpresa, ya las había anunciado muchas veces cuando
apenas era el precandidato de su partido.
Trump es un hombre de ultraderecha, y eso significa que en
su mente está muy viva aquella vieja frase de “América para los americanos”. Grandes
obras como el muro en la frontera con México, y pequeños detalles como el de
quitar el español de la página oficial de la Casa Blanca, tienen un trasfondo ideológico.
Estados Unidos, con toda su grandeza institucional, fue fundado por blancos
angloparlantes, y Trump quiere dejar claro que no va a permitir que el país
caiga en manos de morenos hispanohablantes de buenas a primeras.
Su mensaje es muy claro. Si los mexicanos quieren un gran
país, con instituciones y leyes que los protejan a todos y una clase política no
tan asquerosamente corrupta, que lo hagan ellos de su lado de la frontera. Los yanquis
ya tienen el suyo y su esfuerzo les costó. Quiere proteger a Estados Unidos no sólo en el aspecto económico,
sino también en el aspecto cultural y racial. Trump no ve a México como un buen
vecino por ningún lado. Para él es un vecino indeseable. Pero como no puede
cambiarlo por Alemania o Inglaterra, como México está donde está y no se va a
mover de allí, quiere poner todas las barreras posibles para evitar que la
influencia mexicana se siga metiendo tan adentro de su amado país.
El muro más que una barrera física no es otra cosa que un
mensaje: que México se quede encerrado en su territorio, con sus narcos, sus
fanatismos izquierdistas, sus atrasos y su corrupción, su enorme corrupción. Estados Unidos ya
recorrió un largo camino institucionalmente. Desde la sonrisa con la que lo
recibió Obama el día de su advenimiento, pese a que a kilómetros se nota que no se
soportan, hasta los vistosos funerales que tendrán los dos cuando se mueran,
pasando por la fama del Despacho Oval con su retrato de Washington y su Escritorio
Resolute, todo eso habla del gran esfuerzo de muchos hombres y mujeres a lo
largo de más de dos siglos para hacer funcionar la democracia y para que el
pueblo crea en las instituciones. En México los políticos se han negado a recorrer
ese camino, a consolidar esos logros, y el pueblo por su parte se ha negado a aprender cómo
obligarlos a que lo hagan. Trump considera a México un país inferior y quiere
marcar territorio. Tiene del país azteca la misma visión que tenían los presidentes yanquis durante el siglo antepasado.
Sus motivaciones ideológicas están muy por encima del
razonamiento que impone el libre comercio. Nadie sabe todavía, seguramente ni
él, de dónde saldrían los trabajadores que harían las tareas terriblemente rudas que
ahora hacen los mexicanos, si los echa a todos, tampoco qué harán los yanquis
con las toneladas de millones de productos que México importa y caen en manos
de su clase media si es que sabotea el Tratado de Libre Comercio y empobrece a
su vecino.
Los extremos, en izquierda y en derecha, jamás se llevan
bien con el libre comercio, porque anteponen a éste fanatismos ideológicos.
Trump no es otra cosa que un Hugo Chávez de extrema derecha, con la misma alarmante
carencia de ideas sensatas. Se diferencian en el color de la piel y en que
ciertamente el caudillo bolivariano gozaba más del aprecio de su pueblo. Éste le
tuvo a sus estupideces una paciencia de casi década y media. Vamos a ver por
cuánto tiempo le aguantan los yanquis a Trump las suyas.
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