Con el advenimiento de Trump a la Casa Blanca, se plantea de
manera inaplazable la revisión del Tratado de Libre Comercio de América del
Norte, integrado por Canadá, Estados Unidos y México. Dado el número de
millones de personas que viven en los tres países, casi quinientos, una buena
parte de la economía del mundo pende de ese tratado. Suprimirlo de manera
apresurada sería un crimen y en menor medida un grave error.
Ante las bravuconadas de Trump el gobierno mexicano ha
dejado claro que una renegociación que ponga al país en desventaja haría más
viable la salida del tratado. Esa respuesta surge tanto del nacionalismo como
de la dignidad y no puede ser cuestionada. Trump se ha pasado los últimos meses
menospreciando a México y dando agigantados pasos para desmontar su economía, importándole
muy poco la suerte del país. Es probable que entre sus intenciones esté la de
debilitar la resistencia del gobierno de Peña Nieto, lograr una renegociación ventajosa
e incluso que México le financie su tan añorado muro bajo la amenaza de
suprimir el acuerdo comercial que a tantos millones de seres humanos beneficia
a ambos lados de la frontera.
En un escenario de desacuerdos, en el que el nacionalismo
impere en ambos lados, escenario creado por Trump, quizás México se quede con
su dignidad y Estados Unidos con su tratado. Viendo así las cosas, el miedo de
muchos es que México regrese a ser como era a principios de los 90s del siglo
pasado. La anulación del tratado crearía aranceles, ya no sería costeable a las
empresas yanquis producir en México. Muchas, que no todas, se irían, llevándose
sus puestos de trabajo directos y sobre todo –la gran mayoría- indirectos, y
sus pagos de impuestos.
La columna vertebral de la economía mexicana es ni más ni
menos que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Desde hace dos
décadas el país ha construido su infraestructura empresarial entorno a ese
acuerdo de tres naciones. Bonificarse del tratado no fue de ninguna manera un
error por parte de México, fue un gran logro. El error consistió en no crear un
escenario que propiciara el crecimiento de otros sectores. Ningún país
gobernado por personas sensatas deberá confiar jamás su futro económico a otro.
El escenario al que se enfrentaría México sería malo, pero
no desolador. Ciertamente, se perderían muchos empleos, infinidad de pequeñas
empresas mexicanas irían a la quiebra, el gobierno dejaría de recaudar mucho de
lo que ahora recauda, y millones de
mexicanos que trabajan ilegalmente en Estados Unidos regresarían a engrosar las
filas de desempleados.
En Estados Unidos tampoco les iría muy bien. El giro de su economía
seria drástico y precipitado. A un socio comercial de tamaño del México lo extrañaría
hasta la mayor economía del mundo. Trump cree que puede suplirlo con unas políticas
de gran Estado metido en todo. Lo más seguro es que con eso va a empeorarlo todo.
Estados Unidos no es China. Los empresarios yanquis no hicieron de su país el más
rico del mundo con las manos atadas por el gobierno. Burocratizar el sistema
productivo del país más libre del mundo puede ser una de las mayores
estupideces de la historia.
México, por su parte, tiene lo suficiente para despegar de
nuevo. Ya no es el país de los 90s, casi medieval, al que socorrió el tratado. Ha
surgido una clase media gigantesca capaz de crear riquezas, poblada de
emprendedores que si ya no le ven negocio a algo voltearan sus ojos a otra
parte, pero no se quedarán sentados. La ruptura del tratado significaría una revolución
absoluta de la economía mexicana y un gran periodo de prueba donde, si impera
la sensatez, el país saldría mucho más fortalecido. Una reducción de impuestos
y un combate serio a la corrupción y al despilfarro ayudarían bastante a ello,
a que México se labre un futuro propio.
Lamentablemente, son muchas las posibilidades de fracasar. Si
el país se dedica a lamentar la pérdida del tratado, se niega a replantear su economía
y se echa en manos de la izquierda y de la corrupción, entonces sí que el
escenario seria dantesco, homologable a Cuba o a Venezuela.
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