Mucho antes de que nombres como el de Diego Rivera,
Siqueiros y Clemente Orozco cobraran cierta fama a nivel mundial, ya un artista
mexicano había sido cubierto de gloria en la mismísima Italia, gracias
exclusivamente a su talento, que era bastante. Su nombre fue Juan Cordero, y si
bien considerarlo el mejor pintor de México en el siglo XIX seria aventurarse
de más, lo cierto es que sus logros fuera de su patria y a una edad
tempranísima no fueron igualados por ningún otro.
Cordero nació en Puebla en 1822, casi podría decirse que
nació junto con el México independiente. Sus primeros estudios artísticos los
realizó en la Academia de San Carlos, la única institución de valor heredada
del período colonial y que sobrevivió, no sin penurias, a guerras y
revoluciones. El talento de Cordero, como de cualquier artista nato, no pasaba
de desapercibido y menos para sus maestros. Uno de ellos, Miguel Mata, le
recomendó viajar a Roma a pulirse. La idea era buena, pero la empresa bastante
difícil.
Sus padres, haciendo mil y un sacrificios, por fin lograron
financiar el viaje al viejo continente en 1844. Ya en Roma, la suerte lo llevó
a conocer al expresidente Anastasio Bustamante, quien le consiguió una pensión
de seis años por parte de la Academia de San Carlos, para que el joven prodigio
pudiera dedicarse a su arte sin preocuparse del hambre.
El Roma estudió en la prestigiada Academia de San Lucas,
donde destacó, como él mismo diría después, a pesar de ser un extranjero, y
donde conoció a quien años más tarde, ya de regreso en México, sería su más
enconado enemigo, el español Pelegrí
Clavé. Tras superar a todos sus condiscípulos y a sus propios maestros, y ser
vanagloriado en Florencia por una obra llamada Colón ante los Reyes Católicos, regresó a su patria en 1853, quizás
pensando que los mexicanos habrían de elogiarlo todavía más que los propios
italianos.
Si algo salta a la vista en la biografía del Cordero de
estos tiempos es que se había vuelto bastante vanidoso, como consecuencia de
haber cobrado tanta fama y elogios siendo tan joven. Pretendió ser el director de la Academia de San Carlos, puesto que no pudo quitarle a Pelegrí Clavé, su viejo conocido de Roma.
Cordero, según se aprecia por una carta que escribió a los miembros de la
academia, al parecer montó en cólera. Les recordó su fama en Europa y dejó
bastante claro que Clavé no era, en calidad de artista, superior a él.
Como no le hicieron caso, fue con el todopoderoso de ese
entonces, no Dios, sino Santa Anna. Le hizo un retrato ecuestre bastante
sobrado de ringorrangos y algo insípido que no agradó a la crítica. Al parecer
al único que le gustó fue al general-presidente-dictador, y éste como pago
quiso usar su omnipotencia para despojar a Clavé del cargo de director de la
academia, pero la prestigiada institución no se amedrentó ni siquiera ante
Santa Anna, y Cordero no pudo, ni teniendo al Napoleón del Oeste de su
lado, ver cumplida su ambición.
La llegada de Maximiliano significó para los artistas
mexicanos una oportunidad extraordinaria, el emperador era un gran amante de
las artes, pero Cordero no fue precisamente de los más agraciados. No obstante,
sabía que no era posible destacar estando distanciado del poder, y quizás por
ello, para atraer su atención, pintó un busto del príncipe Habsburgo de una
calidad extraordinaria, posiblemente la mejor pintura que existe de su rostro. No
se sabe si Maximiliano vio la obra, pero a fin de cuentas el imperio en
cuestiones de tiempo sólo fue un parpadeo en la historia de México.
Tras la caída de Querétaro y el cierre de esa época de manera
tan dramática que conmocionó a Europa, Cordero, siempre tratando de agradar con
su talento a los poderosos, trabajó para el presidente Juárez, a quien muy
probablemente no le enseñó su pintura de Maximiliano. Su lienzo esta vez fueron
los muros de la Escuela Nacional Preparatoria, donde pintó un mural llamado Los triunfos de la ciencia y el trabajo
sobre la envidia y la ignorancia, que según parece agradó mucho al
presidente.
Casi por esta época la actividad de Cordero empezó a
diluirse, mas aún vivió hasta 1884. De su biografía resulta imposible no
preguntarnos por qué volvió de Europa, siendo que allá su fama le habría
abierto el camino a una trayectoria llena de satisfacciones, de homenajes y
reconocimientos a su gran talento, lo que sin duda disfrutaba. Si regresó
quizás fue para demostrar a los suyos algo que indudablemente no logró del
todo. Era una época de fanatismos –que en buena medida aún perduran-, de
guerras y revoluciones. No había mucho espacio para el arte. Quizás Cordero al
volver no pensó que su patria en esos años era muy propensa a idolatrar al peor
de los generales, muy por encima del mejor de los pintores.
De sus obras, que fueron muchas y que de buena parte de
ellas no se tiene registro, destaca más que todas el retrato de doña Dolores
Tosta, la esposa de Santa Anna. Cuando Cordero la retrató tenía veintiocho
años, y si es conocida en México no es por su carácter de primera dama, ni por
ser la esposa del César mexicano –la primera esposa del caudillo, Inés García,
quedó en el olvido, quizás sencillamente porque no le hicieron una pintura extraordinaria-,
a Dolores Tosta se le conoce, ni duda cabe de ello, por el retrato que le pintó
Cordero, y no son pocos los que ubican a Cordero sólo por el retrato de Lolita. Fue uno de esos casos en la
historia del arte en que modelo y artista se benefician a partes iguales.
Cordero mexicanizó el retrato regio, tarea nada sencilla, en
él presentó a México como un país mestizo, exótico y colorido, pero
europeizado. Una empresa así, justamente en esa época, en manos de otro artista
sin su extraordinario talento habría ido directo al fracaso. Su atrevimiento
con los colores, con un claro riesgo de caer en el empalagoso exceso y que sin
embargó logró el equilibrio y la total armonía, ni siquiera se puede ver en las
obras de Winterhalter, el mayor experto en retratos de la aristocracia durante
el siglo XIX.
Lolita aparece
como una reina –en esta época Santa Anna llegó a gobernar como un monarca
absolutista y rindió un enorme culto a su personalidad-, pero como una reina
mexicana, con los elementos necesarios para corroborarlo sin recurrir a la
bandera. Mas si los colores, partiendo de la tez de la primera dama, trasladan
inmediatamente a un contexto ajeno a la aristocracia europea, los elementos
remontan a la civilidad, a la sofisticación y al buen gusto propios de la
realeza del viejo continente.
Los logros de Cordero en esta soberbia pintura, principalmente, fueron dos.
El primero es el detalle tan finamente concebido. Tenía entonces la edad de
Cristo y ya era un consumado maestro ajeno a las imperfecciones más mínimas. Su
segundo logro, y el más ambicioso, es la integración de colores. Son tres los
que proliferan en el vestido de la primera dama, que se deslizan con total
armonía hacia el contexto inmediato: el piso, los muebles, el florero, la
cortina, el espejo, el muro más próximo. Todos estos elementos reclaman
protagonismo y todos ceden paso a la armonía del conjunto, en tanto que la
arquitectura del fondo guarda una distancia radical con los colores,
permitiendo a los elementos centrales más protagonismo. Si bien ésta era una
técnica muy utilizada en los retratos regios, Cordero logró sacar más provecho
debido al abuso casi excesivo, pero acertado, precisamente de los colores.
Un elemento primordial del conjunto es el florero, aunque también
es un elemento de riesgo que pudo sobrecargar la pintura, ya que el espacio
central es muy reducido. Si lo quitáramos, la primera dama seguiría enmarcada
por una gama de azules que nace desde el suelo, y el conjunto sería más sobrio,
e igual de elegante. El florero en este caso se vuelve un elemento opcional que
el artista bien pudo omitir. La armonía de sus flores con las del vestido de Lolita no es indispensable. Pero una vez
allí, ese elemento invasor reclama atención inmediata justo después de que uno
ve a la retratada, se vuelve indispensable para admirar la pintura, y el logro
tiene más mérito dado que no era necesario para la perfección de la obra.
Cordero se acercó a Santa Anna para poder ser el director de
la Academia de San Carlos. No tuvo éxito, pero esta cercanía le permitió hacer
un retrato icónico que lo mantiene en la memoria de sus compatriotas, cosa que
no logró siquiera con su fama alcanzada en Italia. Visto a la distancia de los
años, Cordero a fin de cuentas obtuvo de Santa Anna más de lo que esperaba.