jueves, 16 de abril de 2020

Coatlicue: la escultura que Andrés de Tapia no vio


Siempre me he sentido maravillado por el arte prehispánico. Al ver en los museos esas piezas tan arrinconadas en su identidad, algunas claras como el agua pese al distanciamiento cultural y otras de tan compleja lectura, a lo largo de los años me ha provocado no poca emoción. Tiempo hace ya que me he dedicado a observar y estudiar sobre ese pasado remoto de forma, eso sí, un tanto desenfadada, sin ningún interés más allá del placer de la contemplación.
Quien se interesa por el tema, sabe que las artes del México antiguo son un legado muy extenso, a veces muy cercano y a veces muy distante entre sí, de muy diferentes cualidades y calidades, y de una riqueza en abundancia que vuelve ese patrimonio prácticamente incontable. Hay obras de una exquisitez estética deslumbrante, algunas están en museos de México y otras, durante el correr de los siglos, han ido a parar al extranjero.
Dentro de todo ese abundante legado, y dentro de las mejores obras, hay algunas que me han despertado más emoción que otras, que han logrado conmigo -o más bien que he logrado con ellas- una especie de conexión estética, y que piden, por medio de un mayor estudio, una mayor comprensión. La Coatlicue es una de estas obras, y en algunos aspectos es la escultura del México antiguo que más me atrae, la que mejor satisface mi sed de contemplar la belleza subestimada de ese imperio derrotado que fue el mexica.
Hace algunos años, decidí estudiarla más a fondo. Pero un estudio para que arroje satisfacción hay que vaciarlo en un ensayo que nos permita establecer mediante el análisis de las fuentes anteriores nuestras propias conclusiones. El resultado fue un libro que titulé Coatlicue: disertaciones sobre una escultura mítica. Llegar a él, justo es decirlo, no me ha resultado nada sencillo. No es lo mismo escribir un ensayo que una novela. Ésta fluye o no fluye y punto. El ensayo, por el contrario, requiere varios análisis con diferente rigor de la bibliografía que se está consultando, volver a esas páginas una y otra vez para hallar lo que al principio uno ni siquiera se imagina que puede hallar.
Finalmente, una vez teniendo a la mano los datos, la bibliografía subrayada y vuelta y a subrayar, hace falta, como en una novela, que la  creatividad fluya, para poder entregar al lector un texto que uno como lector y escritor considere que merece la pena ser leído, tanto por su contenido didáctico como por su trasfondo literario. El resultado, pues, de mis desvelos me satisface, si no, francamente, no lo ofrecería a los lectores.
Creo que se entiende ya por regla general que en un ensayo uno debe de aportar algo diferente a las fuentes que ya existen. Porque de no ser así no tiene ningún sentido escribirlo. Si al estudiar a la Coatlicue yo hubiera coincidido en todo con los autores que analicé, no habría escrito mi propio libro. Sin embargo, muchas cosas no me cuadraron y por ello opté por dar mis conclusiones. Hay autores, muy estimados, que sugieren o incluso afirman que el conquistador Andrés de Tapia habla de la Coatlicue, situada en la cúspide del Templo Mayor, en su relación sobre la conquista. Yo, al analizar el texto de Tapia y otras fuentes, desestimo en mi libro esa teoría. Considero que la relación del conquistador ha sido mal entendida. No obstante que creo firmemente que la Coatlicue sí estaba allí, en la cúspide del Templo Mayor, pero no lo he concluido leyendo a Andrés de Tapia, sino que en el arte mexica hay una verdad inobjetable y ésta es que la piedra construye al mito.
Algo extraordinario que nos ofrece la Coatlicue, es el hecho de que aunado a su belleza como obra maestra del arte universal, existe una historia que no hemos terminado de desenterrar y un mito que jamás desaparecerá. Sumergirse, no obstante, en ello, resulta extraordinario. Por mi parte, puedo decir que lo he disfrutado enormemente.

domingo, 28 de mayo de 2017

Juan Cordero y su retrato de Dolores Tosta

Mucho antes de que nombres como el de Diego Rivera, Siqueiros y Clemente Orozco cobraran cierta fama a nivel mundial, ya un artista mexicano había sido cubierto de gloria en la mismísima Italia, gracias exclusivamente a su talento, que era bastante. Su nombre fue Juan Cordero, y si bien considerarlo el mejor pintor de México en el siglo XIX seria aventurarse de más, lo cierto es que sus logros fuera de su patria y a una edad tempranísima no fueron igualados por ningún otro.
Cordero nació en Puebla en 1822, casi podría decirse que nació junto con el México independiente. Sus primeros estudios artísticos los realizó en la Academia de San Carlos, la única institución de valor heredada del período colonial y que sobrevivió, no sin penurias, a guerras y revoluciones. El talento de Cordero, como de cualquier artista nato, no pasaba de desapercibido y menos para sus maestros. Uno de ellos, Miguel Mata, le recomendó viajar a Roma a pulirse. La idea era buena, pero la empresa bastante difícil.
Sus padres, haciendo mil y un sacrificios, por fin lograron financiar el viaje al viejo continente en 1844. Ya en Roma, la suerte lo llevó a conocer al expresidente Anastasio Bustamante, quien le consiguió una pensión de seis años por parte de la Academia de San Carlos, para que el joven prodigio pudiera dedicarse a su arte sin preocuparse del hambre.
El Roma estudió en la prestigiada Academia de San Lucas, donde destacó, como él mismo diría después, a pesar de ser un extranjero, y donde conoció a quien años más tarde, ya de regreso en México, sería su más enconado enemigo, el español  Pelegrí Clavé. Tras superar a todos sus condiscípulos y a sus propios maestros, y ser vanagloriado en Florencia por una obra llamada Colón ante los Reyes Católicos, regresó a su patria en 1853, quizás pensando que los mexicanos habrían de elogiarlo todavía más que los propios italianos.
Si algo salta a la vista en la biografía del Cordero de estos tiempos es que se había vuelto bastante vanidoso, como consecuencia de haber cobrado tanta fama y elogios siendo tan joven. Pretendió ser el director de la Academia de San Carlos, puesto que no pudo quitarle a  Pelegrí Clavé, su viejo conocido de Roma. Cordero, según se aprecia por una carta que escribió a los miembros de la academia, al parecer montó en cólera. Les recordó su fama en Europa y dejó bastante claro que Clavé no era, en calidad de artista, superior a él.
Como no le hicieron caso, fue con el todopoderoso de ese entonces, no Dios, sino Santa Anna. Le hizo un retrato ecuestre bastante sobrado de ringorrangos y algo insípido que no agradó a la crítica. Al parecer al único que le gustó fue al general-presidente-dictador, y éste como pago quiso usar su omnipotencia para despojar a Clavé del cargo de director de la academia, pero la prestigiada institución no se amedrentó ni siquiera ante Santa Anna, y Cordero no pudo, ni teniendo al Napoleón del Oeste de su lado, ver cumplida su ambición.
La llegada de Maximiliano significó para los artistas mexicanos una oportunidad extraordinaria, el emperador era un gran amante de las artes, pero Cordero no fue precisamente de los más agraciados. No obstante, sabía que no era posible destacar estando distanciado del poder, y quizás por ello, para atraer su atención, pintó un busto del príncipe Habsburgo de una calidad extraordinaria, posiblemente la mejor pintura que existe de su rostro. No se sabe si Maximiliano vio la obra, pero a fin de cuentas el imperio en cuestiones de tiempo sólo fue un parpadeo en la historia de México.
Tras la caída de Querétaro y el cierre de esa época de manera tan dramática que conmocionó a Europa, Cordero, siempre tratando de agradar con su talento a los poderosos, trabajó para el presidente Juárez, a quien muy probablemente no le enseñó su pintura de Maximiliano. Su lienzo esta vez fueron los muros de la Escuela Nacional Preparatoria, donde pintó un mural llamado Los triunfos de la ciencia y el trabajo sobre la envidia y la ignorancia, que según parece agradó mucho al presidente.
Casi por esta época la actividad de Cordero empezó a diluirse, mas aún vivió hasta 1884. De su biografía resulta imposible no preguntarnos por qué volvió de Europa, siendo que allá su fama le habría abierto el camino a una trayectoria llena de satisfacciones, de homenajes y reconocimientos a su gran talento, lo que sin duda disfrutaba. Si regresó quizás fue para demostrar a los suyos algo que indudablemente no logró del todo. Era una época de fanatismos –que en buena medida aún perduran-, de guerras y revoluciones. No había mucho espacio para el arte. Quizás Cordero al volver no pensó que su patria en esos años era muy propensa a idolatrar al peor de los generales, muy por encima del mejor de los pintores.
De sus obras, que fueron muchas y que de buena parte de ellas no se tiene registro, destaca más que todas el retrato de doña Dolores Tosta, la esposa de Santa Anna. Cuando Cordero la retrató tenía veintiocho años, y si es conocida en México no es por su carácter de primera dama, ni por ser la esposa del César mexicano –la primera esposa del caudillo, Inés García, quedó en el olvido, quizás sencillamente porque no le hicieron una pintura extraordinaria-, a Dolores Tosta se le conoce, ni duda cabe de ello, por el retrato que le pintó Cordero, y no son pocos los que ubican a Cordero sólo por el retrato de Lolita. Fue uno de esos casos en la historia del arte en que modelo y artista se benefician a partes iguales.
Cordero mexicanizó el retrato regio, tarea nada sencilla, en él presentó a México como un país mestizo, exótico y colorido, pero europeizado. Una empresa así, justamente en esa época, en manos de otro artista sin su extraordinario talento habría ido directo al fracaso. Su atrevimiento con los colores, con un claro riesgo de caer en el empalagoso exceso y que sin embargó logró el equilibrio y la total armonía, ni siquiera se puede ver en las obras de Winterhalter, el mayor experto en retratos de la aristocracia durante el siglo XIX.
Lolita aparece como una reina –en esta época Santa Anna llegó a gobernar como un monarca absolutista y rindió un enorme culto a su personalidad-, pero como una reina mexicana, con los elementos necesarios para corroborarlo sin recurrir a la bandera. Mas si los colores, partiendo de la tez de la primera dama, trasladan inmediatamente a un contexto ajeno a la aristocracia europea, los elementos remontan a la civilidad, a la sofisticación y al buen gusto propios de la realeza del viejo continente.
Los logros de Cordero en esta soberbia pintura, principalmente, fueron dos. El primero es el detalle tan finamente concebido. Tenía entonces la edad de Cristo y ya era un consumado maestro ajeno a las imperfecciones más mínimas. Su segundo logro, y el más ambicioso, es la integración de colores. Son tres los que proliferan en el vestido de la primera dama, que se deslizan con total armonía hacia el contexto inmediato: el piso, los muebles, el florero, la cortina, el espejo, el muro más próximo. Todos estos elementos reclaman protagonismo y todos ceden paso a la armonía del conjunto, en tanto que la arquitectura del fondo guarda una distancia radical con los colores, permitiendo a los elementos centrales más protagonismo. Si bien ésta era una técnica muy utilizada en los retratos regios, Cordero logró sacar más provecho debido al abuso casi excesivo, pero acertado, precisamente de los colores.
Un elemento primordial del conjunto es el florero, aunque también es un elemento de riesgo que pudo sobrecargar la pintura, ya que el espacio central es muy reducido. Si lo quitáramos, la primera dama seguiría enmarcada por una gama de azules que nace desde el suelo, y el conjunto sería más sobrio, e igual de elegante. El florero en este caso se vuelve un elemento opcional que el artista bien pudo omitir. La armonía de sus flores con las del vestido de Lolita no es indispensable. Pero una vez allí, ese elemento invasor reclama atención inmediata justo después de que uno ve a la retratada, se vuelve indispensable para admirar la pintura, y el logro tiene más mérito dado que no era necesario para la perfección de la obra.
Cordero se acercó a Santa Anna para poder ser el director de la Academia de San Carlos. No tuvo éxito, pero esta cercanía le permitió hacer un retrato icónico que lo mantiene en la memoria de sus compatriotas, cosa que no logró siquiera con su fama alcanzada en Italia. Visto a la distancia de los años, Cordero a fin de cuentas obtuvo de Santa Anna más de lo que esperaba. 

viernes, 12 de mayo de 2017

Carlota y Maximiliano: la dinastía de los Habsburgo en México

Hace algunos años, procuré hacerme de una nada desdeñable bibliografía sobre el Segundo Imperio Mexicano. Reuní ensayos sobre la guerra de reforma y la segunda intervención francesa, el efímero imperio y biografías sobre los personajes más destacados en esa etapa de la historia mexicana en la que aun cuando lo que más se derramó fue sangre, sigue impregnada de romanticismo. Estudié cuanto me fue posible tanto a la época como a sus personajes. Los libros que no encontré nuevos, los hallé en ediciones ya olvidadas, en bazares, gracias a la buena suerte, dado el desorden que abunda en tales librerías.
Mi intención en ese entonces era escribir una biografía sobre el emperador Maximiliano, la cual, para mi satisfacción de entonces, terminé casi justo cuando le perdí el interés. De buenas a primeras no me dejó satisfecho y decidí que tenía que reescribirla. Cosa que nunca hice. Sin embargo, dado que llegué a empaparme bastante sobre el tema, con el tiempo también llegué a la conclusión de que si bien ya no me atraía escribir la biografía de Maximiliano, sí podía recorrer lo aprendido hacia otros géneros literarios.
Hace algunos meses, repasando uno de esos libros que ahora están esparcidos entre mi biblioteca, llegué a preguntarme qué habría pasado si la suerte hubiera jugado de manera que Carlota y Maximiliano lograran consolidar su gobierno. Las perspectivas de un gobierno imperial no llegaban muy lejos. Pensé que si no hubiera perecido en 1867, lo habría hecho poco después, dado lo revuelto e inestable que se hallaba México en ese entonces. Pero no tardé mucho en recapacitar, porque indudablemente, de todos los gobernantes mexicanos de entonces, incluido el propio Juárez, el príncipe Habsburgo fue el que más simpatías despertaba a su paso, gracias a esa aura romántica que lo rodeaba, debida primero que nada a su origen regio y luego a su personalidad, indudablemente magnética.
La República, tal como llegó a concluirlo Victor Hugo, se salvó por un hombre, Juárez, un gobernante en fuga a quien los mexicanos que luchaban en casi todo el país contra los franceses hicieron su héroe. Sin esa bandera, los esfuerzos de los generales que con tantos sacrificios permanecieron en armas, como Mariano Escobedo, Ramón Corona y el propio Díaz, probablemente habrían naufragado. Así las cosas, imaginé una historia en la que Juárez hubiera muerto durante la intervención francesa, dejando huérfanos a los soldados republicanos. Allí fue donde creí que valía la pena escribir una historia alternativa, con el imperio de los Habsburgo al mando del pueblo mexicano, una historia con el general Díaz, pero sin el dictador Díaz, una historia sin revolución mexicana y, naturalmente, sin PRI, y una historia a fin de cuentas que llega hasta la época actual, en la que México, definitivamente, no puede ser el mismo México que conocemos. ¿Qué clase de país habrían edificado Maximiliano y Carlota?



domingo, 5 de febrero de 2017

Evo Morales y su museo al caudillismo

He escrito algunas veces que la Constitución Mexicana vigente supera a las que tienen en muchas democracias bastante avanzadas en el hecho de que no permite de ninguna manera que el presidente de la República pueda reelegirse. Esa joya la contiene el preciado libro no por obra y arte de la sensatez sino por un capricho de la historia. Pero lo cierto es que allí está. Peña Nieto se irá el primero de diciembre del 2018 para no volver, y estará inhabilitado durante una década para ejercer un cargo público, algo que no se puede decir de Theresa May, Merkel,  Trump, Hollande, Rajoy, Putin y mucho menos de Nicolás Maduro. Todos ellos tienen abierta la posibilidad para volverlo a intentar. Peña NO, y eso a la Constitución de México la vuelve grande y admirable.
Lo anterior me ha venido a la cabeza debido a que Evo Morales, el presidente boliviano, acaba de inaugurar un museo a sí mismo que exhibirá, entre otras cosas, su historia de caudillo, los miles de regalos que ha recibido durante sus años como líder y una estatua de él de tamaño natural y de incalificable mal gusto. Todo por la modesta suma de ocho millones de dólares que Morales no creyó que hicieran falta en otras áreas de un país tan golpeado por la pobreza.
Las críticas no se hicieron esperar. El museo no es un guiño despistado al culto a la personalidad, es todo un monumento. Morales, educ… adiestrado bajo los conceptos primitivos y radicales del castrismo, donde por encima de cualquier institución debe de haber un caudillo amado y respetado por el pueblo, lleva ya once años en la presidencia de Bolivia con más sombras que luces y distinguiéndose como el peor orador de los mandatarios de América quizás desde que la tecnología guarda registro. Es un firme defensor de la continuidad de las nuevas monarquías del hemisferio, de esas en las que el rey-presidente también puede ser vitalicio como en el pasado pero ahora culpa de su cargo al pueblo y no a Dios, y de las que México está a salvo gracias a su Constitución Política.
Latinoamérica, una tierra que más que progreso añora caudillos, es un terreno ideal para que vividores cínicos y farsantes satisfagan su enamoramiento del poder y construyan con los recursos del pueblo monumentos a sí mismos. Alguna vez Vargas Llosa dijo respecto de una modesta escultura en su honor, algo así como “Esto debieran de hacerlo después de que me muera”. Qué admirable modestia y que contraste con Evo Morales, que arrebata ocho millones de dólares de las necesidades de su pueblo para glorificarse.
Pero se trata de dos hombres bastante diferentes, partiendo ya del gran distanciamiento que existe entre un político y un intelectual. Don Mario ya demostró que sabe hacer literatura y bastante bien, su biografía como triunfador ya está hecha. Evo, por el contrario, todavía no demuestra saber hablar con soltura. Y de gobernar bien no se diga. Tiene que suplir lo que no puede hacer creando artificialmente un gran líder, y para eso ha creído que un museo sirve, sin importar su costo. A fin de cuentas, lo paga el pueblo.
Pero el dinero público no es para que narcisistas frustrados superen sus complejos de inferioridad. Debe de tener otros fines realmente enfocados a las necesidades del pueblo, y de darle ese destino debieran de ocuparse las instituciones, las mismas que ese caudillismo monárquico y grotescamente corrupto que fundó Hugo Chávez y que continúan tantos otros, Evo entre ellos, se empeña en destruir mientras que no le sirvan o no se sometan. Los caudillos no toleran las instituciones, sus anhelos de gloria los llevan a cultivar las formas de gobierno más primitivas. 

martes, 31 de enero de 2017

Peña Nieto, Trump, el Tratado de Libre Comercio, el muro y la historia que aguarda

El mayor reto de los poco menos de dos años que le quedan a Peña Nieto al mando de gobierno de México gira en torno a cómo se desempeñe en sus relaciones con Estados Unidos. No la tiene sencilla. Talleyrand incluso diría que es una situación desesperada. Trump, el NAFTA y el muro son los factores que determinarán su futuro en la historia de los presidentes mexicanos. Sin proponérselo, el destino lo colocó en una época de enorme transcendencia  que no pasará desaperciba.
Quizás es un castigo divino que se tiene bien ganado. Empezó a hacer campaña para la presidencia básicamente desde que tomó posesión como gobernador del Estado de México. Quería ser presidente a cualquier precio, y vaya que gastó para serlo. Promocionó su imagen todo cuanto le fue posible con recursos que quizás nunca quede bien claro de dónde salieron.
Como favorito de las elites, capaces de todo con tal de alejar la presidencia de la izquierda primitiva que impera en México, lo arroparon como a un recién nacido con tal de asegurar su triunfo. Lo sacaron del bache en que fue a caer por culpa no haber leído tres libros tal vez en toda su vida y antes de eso le diseñaron una imagen familiar como la del matrimonio Kennedy que no dio ni de lejos los resultados que se esperaban. Mas no fue dinero tirado a la basura, a fin de cuentas –de cuentas seguramente exorbitantes-, ganó la presidencia.
Ya en el poder, logró el apoyo de los partidos de oposición y con ello reformas que pretendían consolidar a México como un país ideal para la inversión extranjera y un importante bastión del libre comercio al norte de Latinoamérica. Hasta allí todo pintaba bien, tanto como de maravilla. Pero la poca corrupción que el PAN había logrado echar del gobierno federal, el PRI se la encontró a medio camino y la volvió a meter, en memoria de los viejos tiempos.
Quizás no previeron que ese hermanamiento PRI-corrupción era peligroso en una época en que la información ya no es exclusiva de unos cuantos que pueden estar en la nómina del gobierno. La nueva corrupción del nuevo PRI pronto fue del dominio público y mermó terriblemente la imagen de Peña Nieto. Pero la cosa bien pudo quedar allí, un gobierno priísta corrupto es algo grave mas no una rareza. Una raya más al tigre, y donde ya cupieron no se sabe cuántas caben otras tantas.
Pero después vino el petróleo con su bajada de precios a truncar el efecto de sus grandes logros, las reformas, y empezó a consolidarse su caída libre. De terminar su sexenio así, habría salido de la presidencia muy mal parado, con una pésima fama de inculto, de corrupto y de traidor a la patria por privatizar el petróleo. Probablemente sin muchas ganas de salir a pasear por la calle.
En un escenario tan desalentador, lleno de fracasos a corto plazo y de zozobra por el futuro, vino a ganar la presidencia de los Estados Unidos Donald Trump, y eso ha obligado a Peña Nieto a reinventarse por completo. Un enorme reto que ningún presidente hubiera querido y en el que él, en honor a la verdad, no ha actuado del todo mal.
Muchos le exigen dureza y radicalismo sin detenerse a recapacitar en que México, para su mala suerte, negocia desde abajo. Peña Nieto invitó a Trump a visitarlo en la propia capital azteca cuando éste apenas era candidato, y se lo quisieron comer vivo por ello, por no montar en cólera frente a él y no exigirle una disculpa por querer un muro en la frontera y por llamar a los mexicanos violadores y asesinos. Pero analizando las cosas con sensatez, se entiende que su libertad para exigir no era mucha. Es el presidente de México, no un activista social. Un arranque ponía en riesgo el trabajo de millones de mexicanos a ambos lados de la frontera. Peña Nieto podía pensar mil improperios en voz alta pero manteniendo los labios cerrados. Una actitud de energúmeno sólo hubiera causado que Trump se burlara de él y que después, si ganaba, que ganó, tuviera pretextos que le hicieran más fácil la tarea de tomar medidas radicales.
Unos cuantos meses más tarde, cuando Trump se convirtió en inquilino de la Casa Blanca, inmediatamente se acordó de que odiaba a México. Se apresuró a tomar medidas de forma unilateral sin duda con la intención de provocar a su vecino. Muchas fueron las voces que se dejaron llevar más por pasiones que por sensatez y le exigieron al presidente tomar una postura enérgica. Pero Peña Nieto optó por llevar una negociación conciliatoria en todo momento. Tan sólo cuando la presión fue mucha, canceló una reunión con Trump programada para el día hoy, pero de la forma menos despectiva que pudo.
Ha actuado bien, limitado por enormes presiones. A los que claman por una actitud fúrica y contundente, deberían de entender que una guerra económica México no tiene las armas para ganarla. Peligra la dignidad, cierto, pero también el bienestar de millones de familias. A los presidentes se les exige diplomacia, mesura, y eso es lo que Peña Nieto está haciendo, resistiéndose a los que le exigen tomar una actitud bravucona al estilo chavista. Hace más de siglo y medio, Metternich, un anciano octogenario a punto de despedirse de la vida, le imploraba al joven emperador Francisco José, en torno a sus tensas relaciones con Italia: “Por lo que más quiera, Majestad, nada de ultimátum”. El viejo estadista, homologable a Talleyrand, a quien de hecho llegó a enfrentar, sabía bien los grandes beneficios de dialogar, de ganar tiempo y mantener las vías tendidas a la diplomacia.
Peña Nieto está haciendo lo correcto. No es Metternich, pero hace lo mejor que puede. Mientras tanto, mientras se sabe qué le depara el destino a México, la cara del político con aspecto juvenil que sonreía para todos lados ha cambiado por la de un sentenciado a muerte. Pero quería ser presidente a cualquier precio. Mas estoy totalmente seguro de que él nunca imaginó que el precio fuera tan alto.

lunes, 30 de enero de 2017

Benjamin Netanyahu o la peor forma de decir gracias

Desde hace muchos años siento un enorme afecto y respeto por el pueblo judío. Creo firmemente en el derecho de Israel a existir como país, y admiro el esfuerzo extraordinario de mujeres y hombres en esa tierra para consolidar una democracia funcional y un país libre en un entorno tan abiertamente hostil. Su logro ha sido extraordinario y son un gran ejemplo para otros pueblos del mundo. Ni duda cabe de ello. A diferencia de Hugo Chávez, que los odiaba desde lo más profundo de sus vísceras, yo comprendo la gran proeza de ese pueblo, su importancia para el mundo, y les profeso mi más sincera admiración.
Partiendo de sus logros, la grandeza que caracteriza hoy en día a Israel no se entendería sin sus grandes hombres. Porque los ha tenido, pese a que el mundo se niegue a admitirlo. A Israel, comúnmente, se le exige mucho para reconocerle muy poco. Es el único pueblo del mundo que da sabiendo que va a perder. Se minimizan sus hazañas y se promocionan sus errores. Los grandes hombres de Israel no son tales para el mundo. Cuando murió en septiembre pasado el gran Shimon Peres, los medios internacionales no le dieron ni un cinco por ciento de cobertura al suceso comparado con la muerte, dos meses después, del dictador Fidel Castro. Se inclinaron por el mayor enemigo de la libertad y le dieron la espalda a un hombre que fue un gran ejemplo para el mundo.
También si comparamos la muerte de Nelson Mandela con la del general Sharón se nota el desprecio del mundo al pueblo judío. Ambos, Sharon y Mandela, tuvieron luces muy luminosas y sombras muy oscuras. Pero mientras que el funeral de Mandela fue un suceso de gran relevancia para el mundo, donde Obama y Raúl Castro honraron al fallecido dándose la mano, la muerte de Sharón, un soldado valiente, un gran estratega militar y un hombre crucial para la actual grandeza israelí, la habrían dejado pasar de no ser porque los protocolos diplomáticos obligaron a las cancillerías a darse por enteradas. Sólo Israel le rindió el merecido tributo a uno de sus mejores hijos.
Y entre esos grandes hombres que pese a todos los pronósticos y con la adversidad encima le han dado una gloriosa historia a Israel, considero que Bibi Netanyahu lleva un papel importante. Los líderes del mundo tienen sus ratos difíciles, pero los de Israel los tienen todo el tiempo, y Netanyahu ha sabido soportar su carga y defender a su pueblo. No obstante, con ese espaldarazo que quiso darle a Trump por su intención de construir un muro en la frontera con México, Bibi no cometió un error, lo suyo fue una estupidez.
Quizás sería bueno que los Jefes de Estado sometieran cada tuit que quieren publicar al escrutinio de sus asesores, porque a veces unas cuantas palabras en Twitter son una metida de pata bastante profunda. Las de Netanyahu fueron éstas:

El presidente Trump está en lo cierto. Construí un muro en la frontera sur de Israel. Frenó toda la inmigración ilegal. Gran éxito. Gran idea.

Por qué lo hizo está bastante claro, y quizás eso lo justifica un poco. Obama, un hombre tirado a la izquierda, fue el presidente yanqui que menos ha querido al Estado judío, y no se cansó de demostrarlo. Sin duda le dio no pocos dolores de cabeza a Netanyahu, que es Primer Ministro casi desde que Obama tomó el mando de la Casa Blanca. Así las cosas, la llegada de Trump debió significar la reactivación del entendimiento y el apoyo. Se entiende que Trump, un tipo tan corto de miras en cuestiones diplomáticas, tras decir que borrará a los terroristas musulmanes de la faz de la tierra, vea a Israel como su aliado por antonomasia. De hecho, después de padecer a Obama, Trump viene a ser como una especie de compensación para el Estado judío, con el simbólico acto de llevarse la embajada yanqui de Tel Aviv a Jerusalén, a manera de demostrar respaldo y  apoyo absoluto.
En ese contexto, está claro que Netanyahu quiso decir “gracias” con su tuit. Pero se aventuró demasiado demostrando una profunda ignorancia. México no es Palestina. Es una democracia (con sus muchos defectos) legalmente constituida que cambia de presidente cada seis años desde hace poco menos de un siglo,  en tanto que los mexicanos que cruzan ilegalmente las fronteras no llevan bombas para matar estadounidenses. Van a trabajar y las autoridades fronterizas yanquis cierran el ojo ante la falta de mano de obra en su país. Es un acuerdo no escrito pero que ha funcionado durante muchos años y ambos países se han beneficiado de ello. Las relaciones -si es que se le puede llamar relaciones- entre Israel y Palestina no tienen absolutamente nada que ver con las que sí mantienen Estados Unidos y México.
Ciertamente, en su propio territorio y con el dinero de su país, si se lo permiten, Trump puede hacer un muro desde Nueva York hasta Oregon, otro para separar a Alaska de Canadá y cuántos más quiera donde le venga en gana. Hacerlo, como es su propósito, en la frontera con México, es una actitud racista y humillante, mas digamos que la soberanía de la Unión Americana le da el derecho de tomar tal medida. Pero, aun así, continua siendo un crimen pretender que el país vecino, que no quiere el muro, lo pague. Un proyecto de esa naturaleza y de semejante envergadura correspondería a ambos países planificarlo y su aprobación a ambos poderes legislativos. No obstante, Trump pretende obligar dictatorialmente a su vecino a que lo pague. Sí, obligar, obligar a un socio comercial, a un país clave en el desarrollo de su economía, a hacer algo que no está en sus planes, a llevar el costo de un capricho producto de lo muy poco que está ejercitado su intelecto como estadista. Esa es una conducta más propiamente hitleriana que del Jefe de Estado de la democracia más funcional del mundo.
La metida de pata de Bibi Netanyahu fue grave, y se nota que la suya fue una opinión producto de la euforia, la ignorancia y la precipitación. Trump se puede largar en cuatro años, y su lugar tal vez lo ocupe un demócrata que demuestre la misma animadversión de Obama hacia el Estado judío. Mientras que por el otro lado, la situación de México no está pasando desapercibida. Ante la actitud criminal de Trump, recibe el apoyo moral de toda la hispanidad y de importantes intelectuales a lo largo y ancho del mundo. No se trata de algo que le acarre popularidad al nuevo mandatario yanqui, su enfermiza obsesión con los migrantes está haciendo que ya muchos le vean la cara de Hitler. Netanyahu no debió alinearse con él en una cuestión bastante impopular y que no tiene nada que ver con las relaciones que unen a su país con Estados Unidos.  Israel ya no necesita que lo odien más, y menos por unas cuantas palabras salidas desde la estupidez.

sábado, 28 de enero de 2017

Vida de una mujer amorosa (Ihara Saikaku)

Esta obra maestra de la literatura universal data de finales del siglo XVII, se trata de uno de los mejores libros que he leído y lo volvería a leer no una, sino cuántas veces se me atraviese a lo largo y ancho de lo que me dure la vida. Poder degustar de una obra con tal profundidad filosófica no es sólo un gusto, el placer de tamaña lectura me alcanza para decir que ha sido un honor. Un honor nostálgico, triste, pero honor al fin.
Se trata de una novela japonesa que repasa las costumbres de la época en que se halla situada, el Período Edo, desde la perspectiva de una anciana que ha echado a andar su memoria para relatar toda una vida dedicada a la prostitución. Quizás por la temática que sirve de fondo a Ihara Saikaku para filosofar sobre las pocas alegrías y las muchas amarguras que envuelven la existencia pueda haber quien subestime la obra, pero realmente la prostitución aquí no es más que un escenario. La verdadera sustancia de la novela radica en el hecho de que la protagonista narradora sabe sufrir con sabiduría y expone su condición como un matiz circunstancial de la vida.
La obra guarda cierto paralelismo con El retrato de Dorian Gray, exhibe la juventud como la etapa que culmina junto con la felicidad y la vejez como la puerta al deterioro, al sufrimiento y la amargura, para culminar en la resignación y el despertar de la esquiva sabiduría, que no deja de ser amarga cuando llega. De hecho muchas frases y reflexiones de Ihara Saikaku, que calan en lo más hondo, las habría firmado el propio Wilde. En esa exploración al placer que concluye en el colapso inevitable del hedonismo el japonés se le adelantó al irlandés por tres siglos casi justos.
La anciana narradora repasa su biografía desde su más tierna juventud envuelta en la vanidad, cuando la prostitución sólo encierra para ella placer, superioridad y orgullo; rápido llega el inicio de su decadencia, cuando el oficio le sigue proporcionando placer pero ahora la superioridad y el orgullo han desaparecido y el oficio es sólo una débil tabla de salvación. Y finalmente llega la vejez, cuando ha desaparecido todo, cuando ya el oficio resulta denigrante y mantenerse en él es un logro más propio para la oscuridad, la de la noche y la de la vida.
Otro de los grandes méritos de la novela es que su antigüedad no nos obliga a hacer un esfuerzo para digerir una narración tan ornamentosa que se vuelve al poco tiempo bastante densa. Nada más lejos de la realidad. Vida de una mujer amorosa es un clásico ciertamente exótico pero cuya belleza y realismo narrativo lo vuelven joven.