domingo, 28 de mayo de 2017

Juan Cordero y su retrato de Dolores Tosta

Mucho antes de que nombres como el de Diego Rivera, Siqueiros y Clemente Orozco cobraran cierta fama a nivel mundial, ya un artista mexicano había sido cubierto de gloria en la mismísima Italia, gracias exclusivamente a su talento, que era bastante. Su nombre fue Juan Cordero, y si bien considerarlo el mejor pintor de México en el siglo XIX seria aventurarse de más, lo cierto es que sus logros fuera de su patria y a una edad tempranísima no fueron igualados por ningún otro.
Cordero nació en Puebla en 1822, casi podría decirse que nació junto con el México independiente. Sus primeros estudios artísticos los realizó en la Academia de San Carlos, la única institución de valor heredada del período colonial y que sobrevivió, no sin penurias, a guerras y revoluciones. El talento de Cordero, como de cualquier artista nato, no pasaba de desapercibido y menos para sus maestros. Uno de ellos, Miguel Mata, le recomendó viajar a Roma a pulirse. La idea era buena, pero la empresa bastante difícil.
Sus padres, haciendo mil y un sacrificios, por fin lograron financiar el viaje al viejo continente en 1844. Ya en Roma, la suerte lo llevó a conocer al expresidente Anastasio Bustamante, quien le consiguió una pensión de seis años por parte de la Academia de San Carlos, para que el joven prodigio pudiera dedicarse a su arte sin preocuparse del hambre.
El Roma estudió en la prestigiada Academia de San Lucas, donde destacó, como él mismo diría después, a pesar de ser un extranjero, y donde conoció a quien años más tarde, ya de regreso en México, sería su más enconado enemigo, el español  Pelegrí Clavé. Tras superar a todos sus condiscípulos y a sus propios maestros, y ser vanagloriado en Florencia por una obra llamada Colón ante los Reyes Católicos, regresó a su patria en 1853, quizás pensando que los mexicanos habrían de elogiarlo todavía más que los propios italianos.
Si algo salta a la vista en la biografía del Cordero de estos tiempos es que se había vuelto bastante vanidoso, como consecuencia de haber cobrado tanta fama y elogios siendo tan joven. Pretendió ser el director de la Academia de San Carlos, puesto que no pudo quitarle a  Pelegrí Clavé, su viejo conocido de Roma. Cordero, según se aprecia por una carta que escribió a los miembros de la academia, al parecer montó en cólera. Les recordó su fama en Europa y dejó bastante claro que Clavé no era, en calidad de artista, superior a él.
Como no le hicieron caso, fue con el todopoderoso de ese entonces, no Dios, sino Santa Anna. Le hizo un retrato ecuestre bastante sobrado de ringorrangos y algo insípido que no agradó a la crítica. Al parecer al único que le gustó fue al general-presidente-dictador, y éste como pago quiso usar su omnipotencia para despojar a Clavé del cargo de director de la academia, pero la prestigiada institución no se amedrentó ni siquiera ante Santa Anna, y Cordero no pudo, ni teniendo al Napoleón del Oeste de su lado, ver cumplida su ambición.
La llegada de Maximiliano significó para los artistas mexicanos una oportunidad extraordinaria, el emperador era un gran amante de las artes, pero Cordero no fue precisamente de los más agraciados. No obstante, sabía que no era posible destacar estando distanciado del poder, y quizás por ello, para atraer su atención, pintó un busto del príncipe Habsburgo de una calidad extraordinaria, posiblemente la mejor pintura que existe de su rostro. No se sabe si Maximiliano vio la obra, pero a fin de cuentas el imperio en cuestiones de tiempo sólo fue un parpadeo en la historia de México.
Tras la caída de Querétaro y el cierre de esa época de manera tan dramática que conmocionó a Europa, Cordero, siempre tratando de agradar con su talento a los poderosos, trabajó para el presidente Juárez, a quien muy probablemente no le enseñó su pintura de Maximiliano. Su lienzo esta vez fueron los muros de la Escuela Nacional Preparatoria, donde pintó un mural llamado Los triunfos de la ciencia y el trabajo sobre la envidia y la ignorancia, que según parece agradó mucho al presidente.
Casi por esta época la actividad de Cordero empezó a diluirse, mas aún vivió hasta 1884. De su biografía resulta imposible no preguntarnos por qué volvió de Europa, siendo que allá su fama le habría abierto el camino a una trayectoria llena de satisfacciones, de homenajes y reconocimientos a su gran talento, lo que sin duda disfrutaba. Si regresó quizás fue para demostrar a los suyos algo que indudablemente no logró del todo. Era una época de fanatismos –que en buena medida aún perduran-, de guerras y revoluciones. No había mucho espacio para el arte. Quizás Cordero al volver no pensó que su patria en esos años era muy propensa a idolatrar al peor de los generales, muy por encima del mejor de los pintores.
De sus obras, que fueron muchas y que de buena parte de ellas no se tiene registro, destaca más que todas el retrato de doña Dolores Tosta, la esposa de Santa Anna. Cuando Cordero la retrató tenía veintiocho años, y si es conocida en México no es por su carácter de primera dama, ni por ser la esposa del César mexicano –la primera esposa del caudillo, Inés García, quedó en el olvido, quizás sencillamente porque no le hicieron una pintura extraordinaria-, a Dolores Tosta se le conoce, ni duda cabe de ello, por el retrato que le pintó Cordero, y no son pocos los que ubican a Cordero sólo por el retrato de Lolita. Fue uno de esos casos en la historia del arte en que modelo y artista se benefician a partes iguales.
Cordero mexicanizó el retrato regio, tarea nada sencilla, en él presentó a México como un país mestizo, exótico y colorido, pero europeizado. Una empresa así, justamente en esa época, en manos de otro artista sin su extraordinario talento habría ido directo al fracaso. Su atrevimiento con los colores, con un claro riesgo de caer en el empalagoso exceso y que sin embargó logró el equilibrio y la total armonía, ni siquiera se puede ver en las obras de Winterhalter, el mayor experto en retratos de la aristocracia durante el siglo XIX.
Lolita aparece como una reina –en esta época Santa Anna llegó a gobernar como un monarca absolutista y rindió un enorme culto a su personalidad-, pero como una reina mexicana, con los elementos necesarios para corroborarlo sin recurrir a la bandera. Mas si los colores, partiendo de la tez de la primera dama, trasladan inmediatamente a un contexto ajeno a la aristocracia europea, los elementos remontan a la civilidad, a la sofisticación y al buen gusto propios de la realeza del viejo continente.
Los logros de Cordero en esta soberbia pintura, principalmente, fueron dos. El primero es el detalle tan finamente concebido. Tenía entonces la edad de Cristo y ya era un consumado maestro ajeno a las imperfecciones más mínimas. Su segundo logro, y el más ambicioso, es la integración de colores. Son tres los que proliferan en el vestido de la primera dama, que se deslizan con total armonía hacia el contexto inmediato: el piso, los muebles, el florero, la cortina, el espejo, el muro más próximo. Todos estos elementos reclaman protagonismo y todos ceden paso a la armonía del conjunto, en tanto que la arquitectura del fondo guarda una distancia radical con los colores, permitiendo a los elementos centrales más protagonismo. Si bien ésta era una técnica muy utilizada en los retratos regios, Cordero logró sacar más provecho debido al abuso casi excesivo, pero acertado, precisamente de los colores.
Un elemento primordial del conjunto es el florero, aunque también es un elemento de riesgo que pudo sobrecargar la pintura, ya que el espacio central es muy reducido. Si lo quitáramos, la primera dama seguiría enmarcada por una gama de azules que nace desde el suelo, y el conjunto sería más sobrio, e igual de elegante. El florero en este caso se vuelve un elemento opcional que el artista bien pudo omitir. La armonía de sus flores con las del vestido de Lolita no es indispensable. Pero una vez allí, ese elemento invasor reclama atención inmediata justo después de que uno ve a la retratada, se vuelve indispensable para admirar la pintura, y el logro tiene más mérito dado que no era necesario para la perfección de la obra.
Cordero se acercó a Santa Anna para poder ser el director de la Academia de San Carlos. No tuvo éxito, pero esta cercanía le permitió hacer un retrato icónico que lo mantiene en la memoria de sus compatriotas, cosa que no logró siquiera con su fama alcanzada en Italia. Visto a la distancia de los años, Cordero a fin de cuentas obtuvo de Santa Anna más de lo que esperaba. 

viernes, 12 de mayo de 2017

Carlota y Maximiliano: la dinastía de los Habsburgo en México

Hace algunos años, procuré hacerme de una nada desdeñable bibliografía sobre el Segundo Imperio Mexicano. Reuní ensayos sobre la guerra de reforma y la segunda intervención francesa, el efímero imperio y biografías sobre los personajes más destacados en esa etapa de la historia mexicana en la que aun cuando lo que más se derramó fue sangre, sigue impregnada de romanticismo. Estudié cuanto me fue posible tanto a la época como a sus personajes. Los libros que no encontré nuevos, los hallé en ediciones ya olvidadas, en bazares, gracias a la buena suerte, dado el desorden que abunda en tales librerías.
Mi intención en ese entonces era escribir una biografía sobre el emperador Maximiliano, la cual, para mi satisfacción de entonces, terminé casi justo cuando le perdí el interés. De buenas a primeras no me dejó satisfecho y decidí que tenía que reescribirla. Cosa que nunca hice. Sin embargo, dado que llegué a empaparme bastante sobre el tema, con el tiempo también llegué a la conclusión de que si bien ya no me atraía escribir la biografía de Maximiliano, sí podía recorrer lo aprendido hacia otros géneros literarios.
Hace algunos meses, repasando uno de esos libros que ahora están esparcidos entre mi biblioteca, llegué a preguntarme qué habría pasado si la suerte hubiera jugado de manera que Carlota y Maximiliano lograran consolidar su gobierno. Las perspectivas de un gobierno imperial no llegaban muy lejos. Pensé que si no hubiera perecido en 1867, lo habría hecho poco después, dado lo revuelto e inestable que se hallaba México en ese entonces. Pero no tardé mucho en recapacitar, porque indudablemente, de todos los gobernantes mexicanos de entonces, incluido el propio Juárez, el príncipe Habsburgo fue el que más simpatías despertaba a su paso, gracias a esa aura romántica que lo rodeaba, debida primero que nada a su origen regio y luego a su personalidad, indudablemente magnética.
La República, tal como llegó a concluirlo Victor Hugo, se salvó por un hombre, Juárez, un gobernante en fuga a quien los mexicanos que luchaban en casi todo el país contra los franceses hicieron su héroe. Sin esa bandera, los esfuerzos de los generales que con tantos sacrificios permanecieron en armas, como Mariano Escobedo, Ramón Corona y el propio Díaz, probablemente habrían naufragado. Así las cosas, imaginé una historia en la que Juárez hubiera muerto durante la intervención francesa, dejando huérfanos a los soldados republicanos. Allí fue donde creí que valía la pena escribir una historia alternativa, con el imperio de los Habsburgo al mando del pueblo mexicano, una historia con el general Díaz, pero sin el dictador Díaz, una historia sin revolución mexicana y, naturalmente, sin PRI, y una historia a fin de cuentas que llega hasta la época actual, en la que México, definitivamente, no puede ser el mismo México que conocemos. ¿Qué clase de país habrían edificado Maximiliano y Carlota?