Siempre me he sentido maravillado
por el arte prehispánico. Al ver en los museos esas piezas tan arrinconadas en
su identidad, algunas claras como el agua pese al distanciamiento cultural y otras
de tan compleja lectura, a lo largo de los años me ha provocado no poca
emoción. Tiempo hace ya que me he dedicado a observar y estudiar sobre ese
pasado remoto de forma, eso sí, un tanto desenfadada, sin ningún interés más
allá del placer de la contemplación.
Quien se interesa por el tema,
sabe que las artes del México antiguo son un legado muy extenso, a veces muy
cercano y a veces muy distante entre sí, de muy diferentes cualidades y
calidades, y de una riqueza en abundancia que vuelve ese patrimonio prácticamente
incontable. Hay obras de una exquisitez estética deslumbrante, algunas están en
museos de México y otras, durante el correr de los siglos, han ido a parar al
extranjero.
Dentro de todo ese abundante
legado, y dentro de las mejores obras, hay algunas que me han despertado más
emoción que otras, que han logrado conmigo -o más bien que he logrado con
ellas- una especie de conexión estética, y que piden, por medio de un mayor
estudio, una mayor comprensión. La Coatlicue es una de estas obras, y en
algunos aspectos es la escultura del México antiguo que más me atrae, la que
mejor satisface mi sed de contemplar la belleza subestimada de ese imperio
derrotado que fue el mexica.
Hace algunos años, decidí
estudiarla más a fondo. Pero un estudio para que arroje satisfacción hay que
vaciarlo en un ensayo que nos permita establecer mediante el análisis de las
fuentes anteriores nuestras propias conclusiones. El resultado fue un libro que
titulé Coatlicue: disertaciones sobre una escultura mítica. Llegar a él, justo es decirlo, no me ha resultado nada
sencillo. No es lo mismo escribir un ensayo que una novela. Ésta fluye o no
fluye y punto. El ensayo, por el contrario, requiere varios análisis con
diferente rigor de la bibliografía que se está consultando, volver a esas
páginas una y otra vez para hallar lo que al principio uno ni siquiera se
imagina que puede hallar.
Finalmente, una vez teniendo a la
mano los datos, la bibliografía subrayada y vuelta y a subrayar, hace falta,
como en una novela, que la creatividad
fluya, para poder entregar al lector un texto que uno como lector y escritor
considere que merece la pena ser leído, tanto por su contenido didáctico como por
su trasfondo literario. El resultado, pues, de mis desvelos me satisface, si
no, francamente, no lo ofrecería a los lectores.
Creo que se entiende ya por regla
general que en un ensayo uno debe de aportar algo diferente a las fuentes que
ya existen. Porque de no ser así no tiene ningún sentido escribirlo. Si al
estudiar a la Coatlicue yo hubiera coincidido en todo con los autores que
analicé, no habría escrito mi propio libro. Sin embargo, muchas cosas no me
cuadraron y por ello opté por dar mis conclusiones. Hay autores, muy estimados,
que sugieren o incluso afirman que el conquistador Andrés de Tapia habla de la
Coatlicue, situada en la cúspide del Templo Mayor, en su relación sobre la
conquista. Yo, al analizar el texto de Tapia y otras fuentes, desestimo en mi
libro esa teoría. Considero que la relación del conquistador ha sido mal
entendida. No obstante que creo firmemente que la Coatlicue sí estaba allí, en
la cúspide del Templo Mayor, pero no lo he concluido leyendo a Andrés
de Tapia, sino que en el arte mexica hay una verdad inobjetable y ésta es que la piedra construye al mito.
Algo extraordinario que nos
ofrece la Coatlicue, es el hecho de que aunado a su belleza como obra maestra
del arte universal, existe una historia que no hemos terminado de desenterrar y
un mito que jamás desaparecerá. Sumergirse, no obstante, en ello, resulta
extraordinario. Por mi parte, puedo decir que lo he disfrutado enormemente.